La porta de Roma

Iñaki Rangil

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Hago caso al apelativo de Emanuele Fabrizio desde que vine al mundo hace diez lustros. He vivido siempre con pocas preocupaciones. Soy un artesano, maese en tratamiento, con éxito, que fabrica el mejor calzado de Lombardía.

Ogaño, el ducado de Milán, está a punto de entrar, de nuevo, en un momento tan sobrecogedor que me cuesta creer que estemos preparados. Nos encontramos en la primavera del año de nuestro señor de 1630. Ya hemos pasado por un otoño e invierno harto difíciles, pero hemos sido capaces de controlarlo. En aquella ocasión habían sido los soldados franceses y alemanes los que nos habían legado semejante agasajo, pero supimos tomar con eficacia las medidas higiénicas oportunas, como se contaba que lo hacían en otros lugares. Ello nos llevó a ver cómo remitía esa cruel pestilencia. Sin embargo, tenemos memoria caduca: al llegar los carnavales, había que celebrarlos como si el mundo se acabase al día siguiente. Ya solo vemos cuerpos abandonados por las calles. Son los voluntarios o los presidiarios, que purgan sus delitos, los únicos que se atreven a retirarlos en carros hasta las pilas de fuego situadas en las plazas. Vemos diezmar la población a gran velocidad. Naturalmente, existen culpables. ¡Todos!

Es la gran peste de Milán, verbatim, pues aquí se inició cuando regimientos enteros pasaban camino de la guerra en Mantua, allá por octubre.

Yo había discurrido una estrategia para eludir la plaga en mi familia o en cualquiera de mis leales que estuviese dispuesto a seguir a pie juntillas mis indicaciones. Era peligroso, pero no se me ocurría otra manera, y seríamos capaces, alejando de nuestras vidas tamaña aversión. Todos conocíamos a alguien que la había contraído, cómo aquellas pústulas deformaban el aspecto de quien la contraía. En ocasiones era un proceso rápido, pero en otras un sufrimiento largo. No todos fallecían, mas pocos salían con bien.

Debemos partir del burgo. Al principio, oí que algunos grupos habían culminado con éxito tal empresa. En este momento todas las vías están cerradas; no nos permiten abandonar la población. Si nos sorprenden, el castigo será ejemplar; se está viendo a diario. Ya antes habían conseguido confinar la villa de Florencia con éxito, aunque con mano más laxa. Aquí, sin embargo, no tienen excesivos miramientos; no están dispuestos a menguar la imposición.

Mi idea es salir de la urbe, dirigirnos hacia el norte a una villa que tengo a dos leguas de aquí. Se trata de un terreno circunvalado por un muro de más de tres varas de altura. Nos dará la suficiente protección por su aislamiento. Debemos llevar animales, algunos víveres, enseres… De la tierra obtendremos el resto para nuestro abastecimiento durante el tiempo que nos lleve este retiro voluntario.

La salida óptima es la Porta de Roma en dirección sur. Enmendaremos la trayectoria hacia el norte una vez avanzada una distancia que nos aleje de la vista de la muralla por la que transitan los guardias. El sigilo hasta entonces, por descontado, debe ser superlativo. Tampoco debemos dejar rastro alguno.

Pasados unos días que han prolongado los preparativos y organización de la comitiva, aprovechando la oscuridad que nos proporciona la luna nueva, iniciamos el viaje un grupo de doce personas, algunos animales más, provisiones, carros y carretas. Nos hemos encargado de cubrir tanto los cascos de las bestias como las ruedas para amortiguar el ruido. Las antorchas de la calle se han apagado según lo convenido. Entre nosotros el silencio es absoluto. Ahora solo resta que la bolsa llena de escudos que les he entregado a los guardas de la puerta haga que estén mirando para otro lado.

Nos aproximamos al punto más comprometido; no se ve por ningún sitio a la guardia. Ignoro si es bueno o todo lo contrario, pero tampoco nos paramos ante la incertidumbre. 

De pronto aparece la escuadra de vigilancia, entre la que no distingo ni a Giacomo, ni a Paolo, con los que había tratado. Nos dan el alto. Entonces veo a los dos, que vienen jocosos.

—¡Buena chanza, maese Emanuele Fabrizio, le deseamos buen viaje, nosotros haríamos lo mismo si fuésemos valientes!

—Vosotros sois valientes: evitáis propagar el contagio ─les regalo el oído, alabando su labor.