La caracola | Lil Fernández

A Carmina le costó trabajo ir a casa de la Yaya. Es como un campo minado con bombas de tiempo. Era un espacio abandonado desde hacía más de diecinueve años donde el polvo invadía todos los rincones como una enorme telaraña que busca tejer las memorias de domingos familiares, largas sobremesas y niños con palas de colores levantando castillos de arena. 

Todos evitaron deshacer esa casa, ninguno quiso profanar la tumba en la que descansaban los objetos más queridos de la Yaya: las fotografías en sepia, la porcelana y las enciclopedias de hojas amarillentas.

Murió el último hijo de la Yaya y casi todos los nietos se fueron a las grandes ciudades. Carmina también quería huir del pequeño pueblo. Buscar su destino tierra adentro, correr lejos de las olas, de ese mar espeso que la hacía naufragar en cada intento de alejarse.

Al día siguiente, llegaría la empresa de vaciado de viviendas que contrataron para retirar todo y dejar la casa lista para venderla. Era su última oportunidad para rescatar vestigios de una infancia feliz que terminó cuando el cuerpo de la Yaya amaneció en la arena. La Yaya nunca pudo superar la muerte del abuelo.

Carmina recorrió todas las cortinas permitiendo que la luz de la mañana encendiera las partículas flotantes. La nube de brillantina la acompañó por los pasillos hasta reencontrarse con los antiguos salones de techos altos y los cuartos tapizados con motivos marinos. 

Ya tenía un par de cajas para llenar con pequeños objetos. Algo simbólico y fácil de llevar. Las colecciones de monedas y timbres postales del abuelo, la muñeca con la pulsera de ojo de venado, el pequeño elefante con la trompa hacia arriba, el rosario bendito, el alhajero de madera, el gallo de metal y el mantel bordado.

Cansada de tantas horas de respirar recuerdos, salió y se acomodó en el columpio de la terraza imitando el ir y venir de las olas que le arrancaron lágrimas saladas. Luego vino el desasosiego. ¿Quién soy yo para vaciar tu casa?

Entre las hojas de madera del piso, un brillo rosáceo llamó su atención. Bajó hacia la playa y gateó por debajo, hasta sacar la enorme caracola. Se sentó en la arena, miró cómo el sol estaba a punto de hundirse. Acercó su oído a la caracola y el recuerdo de su Yaya emergió enrollado en esa espiral de carbonato de calcio y le entregó la voz de la abuela: “¿Sabías que todos tenemos un caracol en cada oído? Eso que escuchas es el recuerdo de cuando vivíamos en el mar.” Carmina metió a la caja ese hermoso esqueleto submarino de proporciones áureas. Fue la última cosa que guardó. 

Dejó la llave bajo el tapete, caminó y sintió la ansiedad de darse vuelta para mirar por última vez la casa, pero se contuvo. Terminó de empacar todas sus cosas y se mudó a la ciudad.

Al llegar a su nuevo apartamento, sacó la caracola y con una cegueta le cortó la punta del extremo más grueso dejando una pequeña apertura que mostraba el inicio de la espiral. Mañana voy a llamar a la Yaya.

Apenas se asomó el sol, Carmina tomó la caracola y salió al balcón. Llenó sus pulmones con una bocanada de aire helado y sopló. Un sonido profundo, grave y vibrante resonó entre los edificios y a lo largo de la calle. Como en las ceremonias de sus antepasados, lo repitió hacia cada uno de los puntos cardinales. De repente, la ciudad vieja despertó. La gente que escuchó el llamado llenó los balcones. Cientos de curiosos querían ver de dónde provenía ese sonido orgánico como de trompeta que les erizó la piel y resonó en sus cócleas.

Todas las miradas se posaron en Carmina con su vestido blanco sosteniendo la caracola. Entonces, se escuchó a lo lejos un aplauso, que luego se repitió en el otro extremo, sumándose otros más hasta que se multiplicó a lo largo de la calle y se convirtió en un murmullo como de lluvia. 

Carmina comprendió que la caracola siempre devuelve el mismo sonido, pero lo ecualiza, lo modifica. Cada caracola tiene sus bemoles. Ya sueno como la Yaya.

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