Interrógame, si quieres

JL Rivas

 Antes de comenzar este relato, me gustaría decirles que no soy un delincuente ni un ladrón, y mucho menos un ladronzuelo, lo cual rebajaría mi condición de coleccionista de suvenires. Les digo esto para que lo tengan en cuenta a la hora de juzgar mi conducta, antes de manchar mi buen nombre y honor. Hecha esta aclaración, y respetando la opinión de cada uno de ustedes, les refiero el desafortunado episodio, que podría titularse “El caso de la espuma de afeitar”.

No habían pasado cinco minutos desde que había entrado en el supermercado cuando un gorila con uniforme se acercó y me dijo: “Acompáñeme, por favor”. Yo lo seguí sin resistir, seguro de que podría demostrar mi inocencia y de que lo que tenía en el bolsillo era solo un simple recuerdo que, por supuesto, iba a pagar al pasar por la caja. 

Esta vez, tontamente me descuidé, y no estudié la situación de las cámaras. Son lo que más temo porque a un vigilante, uno de estos que se pasean con cara de aburridos, lo puedes engañar mirándolo a los ojos o diciéndole cualquier bobada, como “Se nota que está usted yendo al gimnasio, ¿eh?”. O también preguntándole: “¿Me puede decir dónde puedo encontrar la mayonesa?”. (Nunca saben). Pero, a las cámaras ocultas, cada vez más sofisticadas, es muy difícil engañarlas. 

¿Sabían ustedes que en los supermercados hay también oficinas? Lo  que pasa es que nadie las ve, porque se distraerían y comprarían menos. Y también hacen de sala de interrogatorios. Ahora mismo estoy en una de esas oficinas, con dos guardias muy amables. Van a interrogarme. Me hacen sentar, y ellos se quedan de pie; conozco el truco. Falta un reflector sobre mi cara, como en las películas.

—Bueno, jovencito, ¿cuántas cosas has robado? —pregunta el más alto. 

—No soy un ladrón: soy cliente de este supermercado. Siempre tienen ofertas muy atractivas.

—Vacía tus bolsillos.

—Solo había comprado esto. —Les muestro la crema de afeitar.

—¿Por qué estaba en tu bolsillo?

—Porque, para tan poca cosa, no necesito usar la cesta.

—¿Qué quieren?, ¿que deje los bolsillos en mi casa?

—¡Mentiroso!

 —Oiga, me está tocando la  fibra personal.

—Vamos a llamar a la policía. 

Y el otro mastodonte, que había estado todo el tiempo callado, se pone de pie como respondiendo a una orden. Le han encomendado una misión importante. La verdad, lo de la policía me excita. ¡Qué guay! Ya me imagino los titulares: “¡Joven detenido en Madrid por robar una espuma de afeitar! ¡Proceso al ladrón de la espuma de afeitar!”. Salgo en la tele y me hago famoso. 

A mí me gusta dejarme la barba, pero solo hasta tres días, porque dicen que uno es más sexy. (Como Bruce Willis, que no triunfó por la calva, sino por la barba). Uno de los guardias lleva barba: cuatro pelos locos. Ese no necesita espuma: se podría afeitar con un tenedor. Pero me cae simpático; me interroga mientras el otro me mira con los brazos cruzados, como en las pelis. Solo falta el reflector sobre mi rostro. 

Que me torturen, ¿a quién voy a delatar? No tengo cómplices, y soy el único sospechoso. ¿Cuánto me darían de cárcel? A lo mejor, hasta me dejan salir los días de fiesta, como a La Pantoja.  

Llevamos dos horas de preguntas y amenazas. Estoy que los denuncio por retención ilegal. Se abre la puerta, y entra un gordo con guardapolvo color blanco sucio.

—Es la hora de cerrar —dice—. Déjenlo; no podemos pasarnos aquí todo el día. Ah, que se lleve la espuma, regalo de Supermercados Compra Fácil, Departamento de Servicio al Cliente. Cojo la espuma del centro de la mesa y la miro. 

—Perdón, muchachos, esta no es para piel sensible. ¿La puedo cambiar?