Gilberto Naranjo
Incendiario
Termino la dura jornada y paso por la cueva de Casiano. Al entrar me encuentro con Anastasio empurrado en una mesa.
—Lleva aquí desde las diez de la mañana. —Me dice Casiano con los ojos como platos— ¡Mira a ver si a ti te escucha!
—Anastasio, ¿cómo te va? —Me siento en una banqueta mientras me mira.
—¡Invítame a una cuarta! —Da un golpe en la mesa.
—Casiano, tráeme medio litro y pescado salado con unas papas —Hago un gesto y Casiano se dirige con parsimonia hacia la cocina.
—Tengo un disgusto enorme, todos me creen culpable del incendio —Me dice Anastasio balbuceando.
—Nos han dejado libres y han reconocido nuestra inocencia. Incluso a mí, que me salté el cordón policial. Y no por eso me paso el día ahogándome en vino, como tú —le respondo en un intento de hacerlo entrar en razón— Vamos a echarnos un pescadito para que veas qué rico. “Barriguita llena, corazón contento”
—Tú no sabes nada, eres un hombre con los pies en la tierra, no como yo, que arrastro un peso en la conciencia. —Anastasio responde bajando tanto el tono que su voz suena ronca, me cuesta entender su jerga.
—¿Qué hiciste esa noche?, porque yo te dejé en tu casa a eso de la una… Estuviste desaparecido cuatro días, ¡te bajaste pa la playa!, ¿no? No entiendo, porque yo me fui a casa hasta que me despertó la policía con el desalojo. Pensé que estarías durmiendo, pero parece que andabas por ahí, ¿dónde fuiste?
Anastasio esconde la cabeza entre los brazos. Casiano trae una bandeja con el pan y la mantequilla, nos llena los vasos, mientras dice:
—Aquí pagan justos por pecadores. Algunos se pasean por ahí sus galones de jefe de la brigada y otros, aquí, lamentándose, ¡espabila, Anastasio!
Le hago un gesto con la mano abierta a Casiano. No digo nada, pero los tres sabemos que se refiere a Elphidio. Anastasio se toma el vaso de un trago.
—Come algo. —Le digo con paciencia.
—La noche del incendio, por la tarde, antes de que estuviéramos aquí, subí al monte, —se dirige a mí con la mirada gacha— junté varios montones de pinocha por encima de lo de Elphidio, y los rocié con gasolina. Prendí mucho más abajo, dentro de su terreno, para que la llama avanzara despacio y bajé corriendo.
—Pero…, si cuando yo llegué ya estabas aquí…, ¿te dio tiempo?, ¡¿cómo es posible?! —Me hace dudar, no lo creo capaz de hacer un cálculo tan exacto, puede que haya tenido un concepto equivocado y que Anastasio no sea la persona que yo creía.
Lo observo con detenimiento, tiene los ojos enrojecidos por el alcohol, barba de tres días, la camisa sucia y un olor a no haberse bañado desde que hizo la primera comunión. A pesar de su aspecto, desprende un aura de bondad. Sus labios babean y le faltan varios dientes, pero, al hablar, describe una sonrisa sutil que cambia la expresión de sus ojos. Su manera de bajar la mirada me dice que oculta algo.
—¿A quién tratas de proteger? —le pregunto directamente.
—A nadie, lo juro… —responde tapándose la cara con las manos.
—¿Por qué no estabas en tu casa, a dónde fuiste?
Anastasio rompe a llorar. Me responde con monosílabos entrecortados, absorbiendo los mocos a cada golpe de voz:
—Cuando entré en casa estaba mi hija con la cara tiznada y las manos quemadas. Venía de la casa de Elphidio, que se la había llevado a la fuerza. ¡Intentó abusar de lo que más quiero! —dio un puñetazo en la mesa— La tenía atrapada con las piernas abiertas, pero mi hija es una lagartija, y consiguió zafarse. Él la alcanzó y la echó de espaldas sobre la mesa. Estuvo a punto de metérsela, pero, ella cogió un soplete y le mandó en la cabeza. Huyó pa arriba, tiró el soplete, que se prendió al caer sobre una piedra y empezó arder todo… Intentó apagarlo, pero se quemó. La pobre niña no sabía qué hacer. Cogí la vespino y la llevé con su abuela. Dejé allí la moto porque no tenía más gasolina y me eché a andar pa la costa.
Miro a Casiano, que está de pie, con los platos en la mano y la boca abierta.