Harakiki

Roy Carvajal

Había pasado la Segunda Guerra y ahora el viento peinaba sus canas. Su vista de águila era un recuerdo. Con los dedos limpiaba los lentes de sus anteojos torcidos. De cuclillas sobre la arena, tenía la vista fija en el mar. Extrañaba al pelotón y las comilonas de sashimi y chirinabe con cerveza de arroz, cuando le daban licencia en el ejército. Ahora estaba viejo y solo. Sin dinero. Con hambre. Era un amante de la comida asiática; por eso había desertado para disfrutar de una nueva vida, que no funcionó como esperaba. Pensaba en su destino cuando, entre el viento y la arena, apareció una Yokai.

Esta le dijo que no pasaría más hambre. Invocaría un conjuro del inframundo para convertirlo en cocinero. Saciaría su apetito para siempre a cambio de que se desposara con ella. 

El viejo se puso los anteojos. Veía borroso, pero distinguió una sonrisa oscura. Irradiaba sensualidad. Figura esbelta. Cabello negro brillante anudado en moño a la usanza de las geishas. Vestía un kimono nupcial de flores rojas. Su rostro marmóreo esbozaba una sonrisa negra y colmillos de oro. No tenía ojos. Tampoco nariz. Sabía que los demonios japoneses tomaban forma de mujer para engañar a los hombres. A pesar de su aspecto espeluznante, accedió al trato. Viviría sus últimos años comiendo como un feudal y se desposaría con una hermosa japonesa. Ella sonrió de nuevo y desapareció en el aire. 

El viejo pidió trabajo en puestos de sushi y tabernas, pero sin éxito. Un día, entró a un lujoso restaurante. El maestro culinario, que era el dueño, se compadeció de él: barrió el piso, fregó platos, pulió sartenes, sirvió noodles, ramen, sake… hasta dejó reluciente e inmaculado el retrete del maestro culinario. Y este compartió sus conocimientos. Aunque no fuera su heredero. Aunque fuera alemán. Algo le dictaba en la mente que debía hacerlo:

«Por más que lo intento, este viejo decrépito es pésimo en la cocina. ¡Ni siquiera sabe usar los palillos para comer!», pensaba a la vez que le enseñaba a hacer tempura entre caldos hirvientes.

 

El restaurante servía fugu. El maestro culinario sabía extirpar el veneno para evitar la contaminación del pescado. Había tenido un riguroso entrenamiento y estaba certificado para cocinar pez globo. Entre los clientes había un samurai, que tomó asiento y dijo fanfarroneando: «¡Para mí la muerte es suerte!». 

Estaba decidido a probarlo. Pero la muerte no solo era suerte, sino destino. Cuando el maestro culinario extirpaba el hígado de fugu, saltó un chorro de veneno hacia sus ojos. El veneno resbaló por su nariz y por su boca.  El viejo escuchó un escándalo de ollas. Soltó su escoba, y corrió a ver. Lo encontró en el suelo retorciéndose, tratando de limpiarse la cara con los guantes. La toxina actuó de inmediato. Su cara, paralizada. Sus ojos, desorbitados. Sus músculos se tensaron. Dejó de respirar.

El samurai tronaba los dedos en la mesa. El plato que pidió requería tiempo. Pasó una hora. El viejo lo miraba preocupado. Sin el maestro culinario, el sueño de ser cocinero había terminado. Ninguno de los que atendían el restaurante cocinaban. Era el único aprendiz. Se acomodó los anteojos y tomó su oportunidad de mostrar talento. Preparó unos shushi rolls para entretenerlo y se los llevó en una tabla. El samurai devoró cuatro bocados y enseguida puso la katana en el cuello del viejo. Era cuestión de bajar el brazo y cortarle el gaznate. Pero la Yokai apareció por segunda vez. Invocó un conjuro con sus labios negros. El samurai, sorprendido, intentó atacarla, pero su propia mano dobló la katana contra su vientre. Realizando un corte de izquierda a derecha, se sacó él mismo las entrañas.

El viejo, hipnotizado por aquella sonrisa y viendo lo que sucedía, le sonrió también. 

—Herr von Meister. Es hora de cumplir tu promesa —dijo la Yokai con una voz tierna, tomándolo del brazo.

—Pero… ¿adónde vamos, bella mujer? ¿No llevamos nada para la cena? — preguntó el viejo.

—¡Shhhhh! —pronunció ella poniéndole un dedo en los labios.

La Yokai lo tomó por la cintura y enredó al viejo entre sus cabellos, ahora sueltos. Los anteojos cayeron al suelo. Se besaron los labios y se desvanecieron en el aire.