Fuego Purificador
Ana B. Aguilar
Desde pequeños nos enseñó temer el fuego purificador. No sé de qué se
extrañaba por como acabó todo. Era un desenlace magistral; principio y fin
en el mismo lugar, en la misma fecha y los mismos protagonistas.
Madrid Distrito Federal 26 de diciembre de 2037.
Recién anoté la fecha en el diario escuché el chirriar del portalón y el llanto
desconsolado. Hacía tiempo que no llegaban nuevos niños. Miré a mi
compañero de habitación y nos dirigimos a la rendija de la puerta para ver lo
que ocurría, aunque ya lo habíamos vivido en carnes propias. El miedo, de
un recuerdo no olvidado, volvió a iluminar nuestros ojos y el titilar del fuego
que calentaba la estancia decidió recorrer desde nuestra espalda al cuello.
***
Once años llevaba viviendo en aquel hotel convertido en hospicio. Al cuidado
de un ser tan despreciable qué, contando yo con el doble de su altura, aún
me hacía temblar su mirada. El virus que asolaba el planeta aún seguía
cobrándose víctimas sin que los científicos lo pudieran atajar. Cada mutación
invalidaba los avances hechos y tras dieciocho cambios apenas quedaban
investigadores ni dinero con los que costearlos. El país sumido en un invierno
duro calentaba sus calles mediante fogatas con los muebles de casas vacías,
la lucha por el agua potable y cualquier animal para subsistir había dejado
bastantes bajas civiles y apenas quedaban agricultores. Los pueblos fueron
saqueados y arrasados por el fuego que provocaban las luchas por el poder,
que residía en poseer tierras fértiles para cosechar. Los campesinos que
luchaban por mantener y defender sus propiedades se abrasaron con sus
campos. Las ciudades se llenaron de gente que malvivían a cambio de cama
y comida, el hacinamiento demostró ser el mejor aliado del virus que diezmo
generaciones desde los treinta hasta los cincuenta años. Mis padres formaban
parte de la estadística.
***
Los pasos se aproximaban firmes y volví a la cama fingiéndome dormido, mi
compañero también. Un segundo después el nuevo niño, tiritando de miedo,
era introducido de una patada en nuestra habitación. Abrí la cama y ofrecí un
abrazo calentito al pequeño. Se durmió sollozando mientras las sombras del
fuego se reflejaban en su cara angelical.
Las mañanas consistían en salir por las calles a recoger limosnas o robar en
casas poco vigiladas. 《Comida que no traigáis, bocado que no pegaréis》,
ese era el lema que el cancerbero nos repetía y cumplía. Los valores
aprendidos con cariño se desvanecieron con cicatrices de fuego inflingidas
por todo el cuerpo. Por las tardes cuidábamos del jardín convertido en huerto
y ordeñábamos la escuálida vaca que allí guardábamos.
Al amanecer, tomé al pequeño de la mano para iniciarlo en el trabajo cuando
el maltratador lo arrancó de un tirón. Llorando lo llevó frente al fuego principal
y el verdugo tomó las tenazas para disciplinarle en su conducta. Los perseguí
y sin pensar, ni poder reprimir el valor de repente nacido, volví a tomar en
brazos al muchacho mientras propinaba una patada a su captor. Ojiplático
cayó al fuego. Y así, como la bruja de Hansel y Gretel, ardía en su infierno.
Sus gritos eran fuertes, desgarradores, pero dolían menos que nuestros
ahogados silencios. El fuego purificador, con sus llamas naranjas y amarillas,
con su baile y calor, envolvía una figura que se desvanecía en su armonía.
Cada aullido retumbaba en el hotel y brotaban nuevos espectadores
disfrutando del espectáculo dantesco. Todos, menos el pequeño, estábamos
marcados por el fuego en nuestra piel y en la ira de nuestras entrañas por la
condición inhumana de nuestro cuidador. Nos fundimos en un abrazo
multitudinario acompañado por los últimos gritos emitidos desde la hoguera.
Cuando sólo quedó el crepitar de las llamas, volvimos a nuestro oficio.
***
Alguna noche soñé con el miedo de sus ojos al caer en la lumbre, con el olor
de su carne podrida a la brasa y con el miedo que se esfumó con él.
Dormía plácidamente cuándo me despertó un llanto incesante. El nuevo niño
no se adaptaba, habría que disciplinarle, no podía continuar interrumpiendo
el sueño de todos. Me dirigí a su habitación, lo arrastré hasta la hoguera
principal y tomé las tenazas…