Esperando la muerte
Elena Cobos
El sanatorio, construido a finales del siglo xix, se abría en un ancho pasillo que acababa en un jardín. Tenía puertas blancas y anchas; era muy luminoso, y el suelo estaba resplandeciente. Contaba mi padre que las monjas que lo regenteaban lo fregaban cada mañana con agua muy caliente, para que secara pronto. Nos lo contó a mi madre y a mí en el recibidor, cuando fuimos a verlo.
Yo acababa de aprobar el carnet de conducir y fue mi primer viaje en carretera. Hice de chofer a mi madre, que quiso visitarlo. Hacía quince días que mi padre había ingresado en aquella clínica de rehabilitación. Llegó en ambulancia, sedado, en contra de su voluntad, por su adicción al alcohol.
Siempre había bebido; el alcohol era un componente indispensable e importante en cualquier celebración, incluso si no había nada que celebrar. Había dirigido y acrecentado la empresa familiar pero, ya cercana la jubilación, una crisis económica, la deslealtad de un amigo y de un hermano desembocaron en depresión y en adicción. Llevaba meses borracho. Aquel hombre, culto, serio y de aspecto impecable, bebía mañana, tarde y noche; nunca estaba sobrio. No salía a la calle ni se relacionaba con nadie. A duras penas con nosotros, los habitantes de la casa. Su aspecto, otrora elegante y pulcro, era entonces desalineado.
Levantado de la cama (de la que cada vez le costaba más salir), se apalancaba en la silla ante la mesa y, descansando la cabeza sobre la mano, esperaba, sin apenas cruzar palabra con nadie. Mi madre le servía el desayuno, que apenas tomaba. Las manos le temblaban; los ojos, sanguinolentos y vidriosos, siempre estaban enrojecidos. El pelo rubio, cortado por una raya, inamovible antes, lucía alborotado.
Ya no usaba trajes de alpaca ni mocasines resplandecientes. Vestía pantalón de pijama, camisa y jerséis. Y esperaba: esperaba a la muerte, a la que buscaba bebiendo. Había tenido un paladar y bouquet exquisitos, pero entonces prefería el vino tinto en envase de cartón; él, que diferenciaba la añada y procedencia de los vinos de Montilla, la Rioja o Porto…
Cada día, a las dos de la tarde, ya había consumido lo suficiente para poder dormir apenas dos horas. Las necesarias para incorporarse otra vez a la silla, tomar café y volver a tomar vinieron, hasta la hora de acostarse. Ya no hablaba de los novelistas rusos que tanto conocía: Tolstoi, Dostoyevski. Ni de Ortega o de Azaña. Solo respondía, cada vez menos, a las increpaciones que, a veces, le dirigía mi madre, que todavía intentaba recuperarlo. Si malo era el día, peor era la noche. En el silencio oscuro se lo oía levantarse, una y otra vez, a beber.
Mi madre decidió internarlo en aquel sanatorio espléndido, con soleados jardines y repleto de luz. Hubo que recurrir a la fuerza para ingresarlo pero, aquel día en que mi madre y yo fuimos a verlo, estuvo afable y cariñoso, como si él hubiera tomado la decisión. No recuerdo si se besaron o cómo se saludaron. Nos sentamos en el refectorio y hablaron. Volvía a ser el hombre de antes: ameno, afable y culto. Sus ademanes eran suaves, y sonreía. Tenía que estar allí todavía un tiempo, pero yo no volví.
Sí recuerdo su regreso. Nadie hizo alusión a su ausencia, y quisimos creer que había vuelto curado: sonreía, charlaba: sus manos volvieron a estar cuidadas. Pero mantenía un color cetrino y. de cuando en cuando, estaba ausente, meditabundo. No pasó mucho tiempo cuando volvió a sentarse en la silla, apoyada la cabeza en el puño. Sentiría nostalgia del olvido que le provocaba el alcohol pues, poco a poco, comenzó de nuevo a beber.
Al principio, era una cerveza para refrescar la sed, y pronto llegó a beber como antes de su internación. La pesadumbre de antes, que nunca lo había abandonado, volvió a llenar el salón, el comedor, cada rincón de la casa. Entendimos que aquello, lejos de acabar, estaba más presente que nunca.
Abandonado a la bebida, esta vez, su cuerpo resistió poco. El azúcar y los trombos se hicieron con el cuerpo que él repudiaba. Murió de un derrame cerebral, tras haber estado un mes semiinconsciente (pienso yo que por decisión propia).