El vertedero
J.L. Rivas
Ayer vinieron dos tipos con cara de asco; uno traía una cámara. Dijeron que estaban haciendo un reportaje sobre gente como yo, que vive en los vertederos. Me preguntaron por qué, y les conté.
Mi mundo es este; lo demás es ilusión. Es en la inmundicia donde me siento mejor. No necesito nada, ni vestidos, ni casa. Estoy arropado por toneladas de desperdicios. Son mi hogar. Y mi familia dos perros escuálidos y fieles que no quieren fotos porque se les ven las costillas. A mí, del perfil derecho, por favor. Pero no queremos ser famosos, perderíamos nuestra “calidad de vida”.
En invierno, cuando llueve, los olores se aplacan un poco y nos guarecemos en cuevas, hechas con latas y plásticos que siempre tenemos a mano. Si hace mucho frío, encendemos fuego: materiales no nos faltan. En el verano, los olores son más intensos. El de la descomposición, como el de los muertos, es inconfundible.
Nuestra competencia son las ratas. Roen los restos de comida antes que nosotros. No es cierto que coman de todo: les gusta lo bueno. Menos mal que los perros le tiran a cualquier bicho que camine.
Hay malas noticias: por colegas de otros vertederos, me enteré de que el mundo de la gente está siendo destruido. Unas fuerzas misteriosas llegaron para acabar con todo. A nosotros, las guerras nunca nos han importado. ¿Por qué van a venir aquí si no es un campo de batalla? Esto es nuestro; aquí estamos contentos, sin obligaciones, sin horarios. Comemos de segunda mano, pero bien. (Hay que ver los manjares que tira la gente).
Pero ahora me cuentan que la ciudad está devastada: no hay luz, ni agua, ni comida. Pronto invadirán los basureros ¡porque tienen hambre!, y eso es muy jodido. Se nos acabaría el paraíso. Seguro que nos quieren quitar el negocio de la chatarra y del cartón. Pero ahí sí que nos la jugamos; no conseguirán entrar. Tendrán que pasar sobre nuestros sucios cadáveres. O se morirán solitos, porque a este “clima” no están acostumbrados.