El pecado de Casandra
Olga Orizaga
La respiración de Casandra era pausada, acompañada de sibilancias por el asma. En otras ocasiones la enfermedad la postró en cama por períodos cortos, pero esta vez, debido a las complicaciones, sintió que no se levantaría más.
Insistente miraba hacia la puerta esperando ver entrar a su hermana, pues la había mandado llamar con urgencia.
Leonor se preocupó por el estado en que la encontró.
—¡Calla hermana, no te agites!
—Es necesario que me escuches, tengo algo importante que contarte
—Me lo contarás cuando te sientas bien.
—No nos engañemos, sabes que no me recuperaré.
—Te traeré algo caliente, te hará bien.
—¡No te vayas, por favor! Lo que tengo que decirte no puede esperar.
—Esta bien, intenta calmarte.
—¿Recuerdas de mi fracaso de juventud?
—Te enamoraste de ese hombre en cuanto lo viste con su uniforme blanco, adornado de insignias. Lo recuerdo perfectamente bien, el muy desgraciado se burló de ti, era casado.
—El pecado que cometí es tan grande, que aún me persigue.
—¡Por Dios! eso pasó hace muchísimos años, además, únicamente lo supimos mi madre y yo
Tosió exageradamente cubriéndose la boca. Jalando aire continuó.
—Lo que no sabes es que mi pecado aun me persigue.
Haciendo un ademán le indicó sentarse en la cama, luego la tomó del brazo para que se inclinara.
—¡Tuve un hijo, hermana!
Leonor se levantó de golpe, pensando que estaba desquiciada.
—¿¡Qué!?
—Es la verdad, tuve un hijo de aquel bastardo. La única en enterarse fue mi madre, pero se llevó el secreto a la tumba.
Después de un breve silencio preguntó con incredulidad.
—¿Dónde está ese hijo, si se puede saber?
—En el sótano. Mi vergüenza esta oculta.
—¡Ave María Purísima! ¡Estás segura, no te volviste loca!
—Nada más con habértelo contado, me siento mejor.
—¡Lo que no entiendo es como pudiste haber vivido todo el tiempo en pecado!
—Y mortal, hermana, porque ni siquiera le dieron el bautizo.
Sabía que ella se había olvidado de sus creencias religiosas, pero que la madre de ellas lo hiciera, imposible. Una mujer católica que no podía pasar por alto dar ese sacramento a una criatura, para que resucitara a una nueva vida.
Interrumpiendo la charla, Leonor tomó una decisión.
—¡Iré por el padre para que te confieses!
—Dile que también necesito recibir los Santos Óleos. Si no es mucho pedir, quisiera ver bautizado a Sebastián, antes de entregarle cuentas al Señor.
Apenas salió de la alcoba, regresó sobre sus pasos.
—¿En dónde está la llave del sótano?
—Es esa que está colgada en la pared. No me crees, ¿verdad? Lo vas a conocer, es agradable. No te dará problemas, ya verás. Ahorita que bajes, ¿podrías llevarle alimentos? Únicamente le dejé para diez días.
No le respondió, se sentía indignada porque no confiaron en ella para algo tan importante.
—Después se arrepintió de su error, porque esa fue la última conversación que tuvieron. No alcanzó a preguntarle más detalles sobre el sobrino.
Aunque el muchacho no la conocía, no se asustó cuando la vio, ni al decirle que era Leonor, su tía. Sonrió contestándole, como si la conociera de toda la vida.
Contrario a lo que esperaba no se veía sucio, ni desagradable, la ropa impecable y el pelo corto le indicaron el buen cuidado. En aquel lugar a media luz alcanzó a verificar, que en ese pequeño espacio tenía todo lo necesario, incluyendo un lavadero.
Casandra pasó a mejor vida dejando su preocupación en buenas manos.
A la tía le costó mucho trabajo que Sebastián saliera de su encierro, porque veintidós años se dicen fácil, pero son toda una vida llena de carencias, y obstáculos.
Tomándolo del brazo, pues no conocía la casa, lo llevó hasta el jardín. Al sentir el aire en el rostro sonrió de felicidad. Sin moverse de su lugar movía la cabeza de un lado a otro.
No mostró ninguna reacción cuando le dijo:
—Por primera vez verás la luz del día en todo su esplendor, hijo.
Leonor tuvo un presentimiento. Se le acercó, y en repetidas ocasiones pasó la mano frente a sus ojos. Un nudo en la garganta la sacudió al darse cuenta que, Sebastián, continuaría viviendo en su mundo de oscuridad.