Enrique Gómez
El orden sagrado
Soy anterior al tiempo. Supongo que alguna vez nací y fui niño, aunque no podría asegurarlo. Conservo recuerdos de los últimos diez mil años, que son sólo un instante para mí. De lo anterior desconfío; me acuerdo vagamente de reuniones de hoguera en las que se recitaban, todas las noches, las mismas leyendas. Algunas, las más exageradas, devinieron en mitos y acabaron arracimadas en religiones.
Si alguna vez nací, lo hice cuando aún no teníamos nombres y las pocas palabras que existían servían para expresar un puñado de sentimientos, casi siempre adversos. Sé, por ejemplo, que no había palabra para el frío, porque no era contingente y también que existían el “yo” y —cuando actuábamos en manada, forzados por nuestra debilidad— el “nosotros”.
La debilidad nos hizo crueles, los más crueles, y nos afanamos en dominar al resto de especies: siempre tuvimos vocación de amos. Según creció nuestra destreza nos fuimos diferenciando del resto de animales. Para compensar nuestra fragilidad comenzamos a utilizar herramientas primarias, luego supimos como fabricarlas de forma cada vez más sofisticada y aprendimos a matar con ellas. Así dejamos de comer gusanos y alimañas o perseguir, furtivos, la carroña abandonada por animales más fuertes.
En algún momento —nadie recuerda cómo— aprendimos a invocar al fuego y, con él, a conjurar el frío y las tinieblas, o a expulsar a las fieras de las cuevas para morar en ellas. Las noches dejaron de ser el lado tenebroso de la vida para convertirse en ocasión de encuentro en torno a las llamas. Poco a poco, rellenando las horas, fueron surgiendo nuevas palabras; primero en desorden, para designar las cosas, luego agrupadas para tramar planes de caza y al final encadenadas, para expresar ideas o narrar historias sencillas. Surgió entonces una nueva fortaleza, mayor aún que la crueldad: nos hicimos curiosos y aprendimos a preguntar. Ya no queríamos historias simples del aquí y el ahora, necesitábamos encontrar el porqué de lo que nos rodeaba, incluida nuestra propia existencia.
Algunos —quizá con buena intención, en un principio— comenzaron a crear dioses que primero nos dieron consuelo pero que, poco a poco, según nos confiamos a ellos, nos fueron dominando por boca de sus creadores, que llamábamos chamanes. Así, a partir de los dioses y sus prohibiciones caprichosas, se separó el mal del bien y surgió el pecado por no acatar sus mandatos de temerlos, obedecerlos y ofrecerles agasajos: a ellos y a sus sicarios, que de chamanes pasaron a ser reyes.
Y los reyes —con la aprobación de sus dioses—, para mantener el orden divino, nos dividieron en tres clanes que aún existen: sacerdotes, guerreros y siervos.
Los sacerdotes mantienen los ritos y cuidan lo que separa el bien del mal, según convenga al orden que representan. Su afán es perpetuar la vigencia de los mitos primigenios, aquellos que los hicieron poderosos. Con el tiempo, lograron revertir la situación y acabaron estando por encima de sus dioses, que ahora son marionetas repintadas que recitan obedientes el discurso que dictan sus chamanes, que heredaron la vocación de amos.
Los guerreros velan por el mantenimiento de ese orden, su conciencia no va más allá de su hambre y su codicia. Ellos mantienen la herencia de aquella crueldad primitiva.
Y los demás, los siervos obedientes, arrastramos piedras, acarreamos agua y aramos los campos, mientras reyes, sacerdotes y guerreros construyen historias en las que nosotros nunca estamos.
He sido siempre siervo: no recuerdo otra cosa. Muchas veces —de mil en mil años— he participado en reuniones clandestinas, de hoguera, donde se urdían nuevas historias en las que soñábamos que, de nuevo, todos volvíamos a ser iguales en torno a la fogata. Siempre que esto ha sucedido, surgió algún nuevo chamán que, con el tiempo, logró ser aceptado por la casta superior, viniendo a reforzar el orden sagrado, según el cual, mi destino consiste en arrastrar piedras, acarrear agua y arar los campos.