El mar

Silvina Brizuela

El mar, por fin el mar. Sentarme en la arena mirando el horizonte desdibujado entre las nubes es casi un sueño; nunca pensé que lo podría disfrutar otra vez. 

Escucho el rugido incesable de las olas, el cantar de las aves, las risas de los niños que entran y salen corriendo del agua en busca de caracoles o algún otro tesoro acuático, recuerdos de mi niñez, y nuestros largos veranos en Ostende vuelven a mí.

En aquella época, Ostende era solo un desconocido bosquecito inhabitado frente al mar. Los pocos pobladores eran vigilantes, encargados de cuidar los campos de sus patrones. Mi abuelo era uno de ellos. Su patrón no le pagaba mucho, pero él era feliz en aquel paraíso lleno de árboles altos y robustos a escasos metros de la playa, donde nos recibía a gusto cada verano. 

Al principio íbamos en auto con mamá y papá. Ya de adolescentes, nos animábamos a ir solos todos los primos. Formábamos una banda de siete: Juancito y Ana, hijos del tío Carlos; Pedro, Gustavo y Pili, hijos de la tía Silvia; mi hermana María y yo, la más pequeña del grupo. Viajábamos ocho horas, que nos parecían eternas por la ansiedad y por la cadencia perezosa de aquellos colectivos viejos y destartalados. Pero valía la pena, el malestar se nos pasaba al momento de ver al abuelo y su camioneta verde esperándonos en la terminal de ómnibus de Villa Gessell, el pueblo costero más grande de la zona y lindante con Ostende. ¡Qué felicidad! La diversión estaba asegurada. Fueron años dorados. Sin padres a la vista, nos adentrábamos al bosque a buscar hongos de pinos, o a cazar ranas, que luego cocinábamos vivas en una sartén de chapa. Pobres ranas… saltaban como locas sobre aquella chapa caliente mientras mis primos las sacudían con unas cucharas de madera que el abuelo usaba para hacer paella. 

 

Mar, que tanto me llamas,

¿por qué no me dejas olvidar?

Mar, que tanto ocultas y callas,

yo no quiero recordar.

 

El agua tibia toca mis pies y decido levantarme para caminar un rato. Se me hace difícil limpiar mi mente; aquellos recuerdos de Ostende vuelven a mí con fuerza, vívidos. 

Juancito era el mayor de la banda de primos. Además de líder nato, le encantaba organizar los eventos nocturnos que espantaban al resto del grupo. Nos dividíamos en dos equipos; yo solía ser la que nadie elegía, porque me asustaba la oscuridad avasallante del bosquecito con el rugido de mar de fondo y siempre terminaba arruinando a mi equipo porque no aguantaba y salía corriendo o llorando hacia la casa del abuelo. “Callate, estúpida” me susurraban cuando jugábamos a Luces y Sonidos, en el que teníamos que disparar con luz a nuestro equipo contrario para “matarlos” mientras nos resguardábamos de que ellos no nos encontraran y “mataran” a nosotros. Nos pasábamos horas escondiéndonos y buscando. Yo me hacía pis, me daba frío, trataba de aguantar para que no me echaran, pero no lo lograba y terminaba arruinándolo todo. Me sentía mal, quería ser como María o mi prima Pili, que no le tenían miedo a nada y eran tan o más aguerridas que los varones. Ahora a la distancia creo que con diez u once años, esos juegos eran demasiado para mí.

Mar, que te quise tanto,

¿por qué me haces tanto llorar?

No quiero revolver recuerdos.

Solo quiero olvidar.

 

Durante mi último verano en Ostende, el abuelo enfermó feo de neumonía. Juancito ya tenía 19 años y sabía manejar, así que, una tarde que el pobre viejo no paraba de toser, lo cargamos en su camioneta verde y lo llevamos al hospital. Pobrecito, ya estaba grande y débil. Quedó internado; avisamos a nuestros padres por el teléfono público del hospital y nos volvimos despacito por el camino viejo de tierra, que bordeaba la playa. 

La noche estaba totalmente oscura, sin estrellas ni luna, totalmente cargada de nubes. A lo lejos empezamos a ver los refucilos y a escuchar los truenos. La temperatura había bajado mucho; el viento sacudía la vieja camioneta. A medio camino se largó la tormenta con rayos, refucilos, truenos y agua, muchísima agua. Estábamos espantados y mudos. Juancito se esforzaba por concentrarse y conducir con calma; mi hermana lloraba, yo tiritaba. 

Finalmente llegamos a la casa. Nos empapamos al bajar de la camioneta y correr hasta la puerta, pero estábamos a salvo. Creíamos, ilusos, que nada más podía pasar… pero pronto constatamos que la luz se había cortado y que el agua de lluvia se filtraba a chorros por varios lugares de la casa, entre ellos mi cama y algunas más, así que, con la guía de Juancito, tuvimos que improvisar campamento en el único lugar seco de toda la casa: el dormitorio del abuelo. Juntamos los pocos colchones que no estaban mojados y nos acostamos allí, amontonados. Cansadísimos como estábamos, todos se durmieron enseguida. Menos yo, que lloraba en silencio y pedía por mi mamá.

Al cabo de un rato, cansada de llorar, me levanté al baño. Me moví despacio, en completo silencio; la tormenta había parado. Un fuerte olor a humedad invadía la casa. Estaba totalmente despabilada, así que salí del baño y decidí salir por la puerta principal. El cielo se caía de estrellas, totalmente despejado de nubes. Caminé descalza por el suelo barroso, hacia el mar. 

Mar, ¿por qué insistes en llamar?,

que no te puedo ignorar…

Me llamas y me atrapas.

No lo puedo evitar.

 

—¿Qué haces acá, chiquita? —me dijo Juancito mientras se acercaba a mí con un cigarrillo en la boca. 

—¡Ay, tonto me asustaste! ¿Qué hacés vos acá? 

—Lo mismo que vos: no podía dormir.

—Me asusté mucho anoche —le dije y lo miré con mis ojos hinchados—. Pensé que nos moríamos.

—¡Qué exagerada! Yo los cuido; vení, chiquita, vení con tu primito —me decía mientras tiraba el cigarrillo, me tomaba del brazo y me apretaba contra su pecho. 

Recién ahí sentí el fuerte olor a alcohol; recién ahí vi sus ojos vidriosos, desorbitados y su sonrisa diabólica, pero ya era tarde. Ya me sujetaba con sus brazos fuertes y su lengua asquerosa me lamía el cuello. Yo estaba paralizada; nunca reaccioné. Mi cuerpo estaba sin vida mientras él me subyugaba y penetraba como un animal rabioso, salvaje.  

Cuando terminó, cuando acabó con mi ingenuidad, mi confianza, mi virginidad y toda mi valiosa joven vida, me ayudó a vestirme y volvimos a la casa. Ya estábamos por entrar cuando me miró fijo a los ojos y me dijo: “Esto, a nadie chiquita, ¿eh?, olvídate, que acá no pasó nada”

Pero vuelvo al mar cada vez

y a los recuerdos.

Desdichada tristeza mía,

Que, si no fuera por mi hija,

yo ya no viviría.