El libro, el Kindle y el cachorro
Uriel Arechiga
En una hermosa tarde de domingo, en la mesa de centro de la sala junto a un aromático y humeante café, reposaban, uno junto al otro, un libro y un Kindle. Lo cierto es que no se agradaban aunque, cuando estaban juntos, se trataban con una fría cortesía, ya que ambos eran portadores de cultura y, por lo tanto, civilizados.
Ya tenían un rato ignorándose uno al otro esperando a que el amo dejara el celular para escoger a alguno de los dos para leerlo. Pero no había para cuándo y, para el colmo, el celular se reía cada vez que tecleaban en su pantalla. Sentía cosquillas, según decía.
Luna, el joven perro, llegó y comenzó a olisquear sobre la mesa; el libro estaba apanicado porque todavía se acordaba de lo que la bestia había hecho una vez con su prima la revista y se quedó muy quieto (como si fuera posible hacerlo más).
Pero Luna ya había crecido y, con una adecuada terapia de premios y castigos, había aprendido a no meterse con las cosas del amo. Aunque todavía le faltaba porque, sin mediar un “Buenas tardes” les preguntó que eran. “Ahora resulta que la fiera ya sabe hablar el lenguaje de las cosas”, dijo para sus adentros Kindle.
—Yo soy un libro —dijo orgulloso el libro.
—Y yo soy un Kindle —condescendió el Kindle, haciendo patente lo obvio.
—¿Y qué es lo que hacen?
El libro, agradecido (aunque sin demostrarlo), le explicó al cachorro cómo en su interior contenía palabras que conformaban historias. Estas abrían la mente del amo y lo transportaban a lugares remotos e increíbles, sin tener que moverse del sofá, lo cual lo volvía más sabio.
Por su parte el Kindle, en conocimiento de que Luna era nativo digital, respondió que él también guardaba historias, pero podía tener miles de estas descargándolas del Internet.
El cachorro, al que no pareció impresionarle mucho este hecho, preguntó:
—¿Cuál de ustedes es el mejor?
—¡Yo! —exclamaron al unísono ambos.
Hubo un incómodo silencio mientras Luna ladeaba la cabeza mirándolos expectante…
El Kindle displicentemente comentó que no solo contenía miles de libros, sino que también guardaba citas o notas para compartirlas con quien el amo deseara. Tenía luz autorregulable (por lo que podía ser leído a todas horas), no cansaba la vista y, sobre todo, no era tan gordo como otros.
—¿Gordo?, ¿a quién le dices gordo? —atacó el libro ofendido, tratando de sumir la portada.
Entonces, muy doctamente, el libro elaboró toda una retórica sobre su tradición milenaria, el origen del papel, de la tinta y los avances de la humanidad, entre muchas otras aportaciones. Además, olía rico y le daba prestigio a cualquier amo que se paseara por ahí con él. Hasta conocía de algunos que habían ligado de esta manera. Por si esto fuera poco, no había posibilidad de que lo confundieran con ese (se refirió a la vaga semejanza entre el Kindle y el celular).
Luna ya estaba distraído; sin embargo, ellos continuaron discutiendo, ya sin ningún decoro.
—¿Por qué no le preguntamos al café a ver quién tiene la razón? —propuso el libro, confiando en la complicidad que siempre había existido entre ambos.
—Preguntemos —reviró el Kindle, pensando lo mismo.
El café los ignoró: estaba practicando pranayama, inspirando y espirando su propio aroma, como le había enseñado un pariente de Oriente: el té negro.
—No importa, ya puedes decir lo que quieras. Se nota a leguas que hace meses que el amo no te toca. Quién sabe cuánto tiempo tienes aquí, que ya estás amarillo y descolorido. Acéptalo: el amo no te lee.
—A ver, ¿desde cuándo no iluminas tu pantalla para él? A ti tampoco te lee.
Se quedaron callados; solo se escuchaba la risa del celular.
Luna iba a decir algo, pero pasó una mariquita y salió disparado a perseguirla con tanta torpeza que le pegó a la mesa, derramando al café, que no alcanzó a despertar de su meditación y se desparramó sobre el libro y sobre el Kindle.
Que irónica puede ser la vida que, mientras a uno se le corría la tinta y deformaba, el otro sufría un cortocircuito, pero ambos pensaban lo mismo: ojalá los hubieran leído una vez más.