El chantaje
Sara Roig
La noche había caído sobre Benicarló, y solo quedaba yo en las oficinas. Repasando mentalmente la última reunión del día, fui recogiendo mis cosas. La ordenanza recién aprobada había levantado ampollas en muchos sectores, y me estaban crucificando en cada junta. Metido de lleno en mis cavilaciones, me dirigí al sótano donde tenía aparcado el coche. A mis espaldas, oí:
—Hola, señor alcalde. Tiene que escucharme: tengo una propuesta que hacerle. —Al mismo tiempo apoyaba en mi nuca lo que sin lugar a dudas era el cañón de una pistola. El chasquido que prosiguió solo podía ser el martillo de un revólver. Dios mío, Dios mío, Dios mío. Sentí cómo la sangre se helaba en cada una de mis venas. Empecé a sudar. Me faltaba el aliento, me ahogaba. El terror se adueñó de mi cuerpo. Las piernas me temblaban sin control. Incapaz de articular palabra, la oí de nuevo—: Tírelo todo al suelo, y póngase de rodillas. Si hace lo que le digo, todo irá bien, pero es muy importante que me escuche con atención.
Dios mío, que no me mate, por favor, que me deje ir.
—Sí, sí, sí… voy, sí —contesté con un hilo de voz.
¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué?
Del sudor resbalaron de mis manos el maletín y las llaves.
¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Qué he hecho?
Sin dejar de temblar, logré poner ambas rodillas en el suelo.
—Ha cometido un grave error aprobando el último decreto. Va a arrebatarnos más de la mitad de los ingresos si lo aplica. ¡Y sin haber levantado aún cabeza de la crisis! Antes de mañana a mediodía tendrá que revertirlo. Haga lo que tenga que hacer, pero esa medida no seguirá adelante o, si no, su familia pagará las consecuencias. Conocemos todos sus movimientos, alcalde.
¿Conocemos? ¿Él y quién más? ¿Es que hay más gente detrás de esto?
Mi cabeza era un alud de pensamientos. Se atropellaban, se tropezaban unos con otros.
¿Tomarla con mi familia? ¿Serán de la mafia? Que no hagan daño ni a Marga ni a las niñas, por favor.
El ahogo solo iba en aumento, y el corazón se salía por las sienes
¿Por qué no pedí protección? Si es que soy imbécil… ¿Quién me manda a mí meterme a alcalde?
Sin pensarlo, se me escapó de los labios:
—Usted no lo comprende. Yo no puedo hacer nada, hay presiones políticas que…
Hundió aún más la pistola en mi nuca, y, soltando la rabia contenida, chilló:
—¡El que no entiende nada es usted! —El grito me aterró, y al pánico ya acumulado le sumé la certeza de que tenía detrás a un hombre enajenado de ira. Dios mío, Dios mío, Dios mío, que no me mate por favor. Un fino hilo de orina se deslizó caliente por mi pierna derecha. Conteniendo la respiración, recé para que no se diera cuenta—. ¡Nada de nada! Usted no entiende el daño que, decisión tras decisión, y sin miramiento alguno, produce a su antojo. ¡Que nos está asfixiando! ¿Es que no lo ve? ¿Es que acaso está ciego? ¡Somos puras marionetas en sus manos, señor alcalde! Y se quedó en silencio. Que no me mate, por favor. Que me deje ir. Que tengo mucho por vivir. Si salgo de esta, a la mierda, la dejo. Dejo esta maldita alcaldía. Como salido de la nada, pude oír que empezaba a reírse. Primero bajito, pero aumentó hasta que acabó riendo a pleno pulmón. Esa risa me suena—. ¡Pero si se ha meado! —exclamó entre carcajadas.
Yo conozco esa risa.
Eran carcajadas gruesas, graves.
Sin duda la he oído antes, y sé de quién es. ¿Pero será posible que…?
Por unos segundos, la voz dejó de apuntarme en la nuca, y me di la vuelta rápidamente para descubrir lo que me estaba temiendo.
—¡Solo podías ser tú, desgraciado! —chillé.
—¡No te gires!
Y disparó.
Hijo de puta.
Lo vi huir mientras me desangraba. Alertada por los vecinos, la ambulancia llegó a tiempo. Al haberme interrogado la policía, mentí. Dije que no sabía quién me había disparado, que llevaba la cara cubierta. A los ojos del pueblo, todo aquel susto se zanjó sin consecuencias para nadie. Las únicas sucedieron a puerta cerrada. Nunca más volvimos a celebrar la Navidad con la hermana y cuñado de mi mujer.