Fernanda Almagro
El bosque invisible
Llegó mi hora. No debo demorarme más. He sido feliz en este bosque. Aunque soy muy viejo, las grietas de mi corteza son prueba de ello, puedo recordar a todos los que habéis habitado en mí, desde el más pequeño de los insectos hasta el ágil lince. Pero tengo que reconocer que con las que más me he divertido es con las ardillas, esas amigas nerviosas todo el día subiendo y bajando, discutiendo entre ellas por una simple nuez, cobijando y escondiendo a sus crías de los posibles peligros. ¡Qué placer sentir sus diminutos cuerpos calientes sobre mí y saber que soy el primer ser que sienten al nacer!
Durante varios años vivió un petirrojo en una de mis ramas. Me resultaba enternecedor verlo tan pequeño, enfrentándose a cualquiera que intentara aproximarse a sus crías, sacando su pechito encarnado.
Pero el ser más extraño al que he servido de hogar ha sido a un humano. Le gustaba andar desnudo por el bosque, trepar por los demás árboles, comer insectos y frutos silvestres, pero al llegar la noche siempre volvía a dormir sobre mí. Creo que era feliz así, siendo distinto de los de su especie. Recuerdo el latido de su corazón “bum, bum, bum”, lento, pausado. Siempre me llamaba “viejo amigo” y la verdad es que llegamos a serlo. A mí me gustaba su compañía. Él parecía entender el arrullo de mis hojas. Todavía no comprendo por qué vinieron un buen día varios humanos vestidos del color de las nubes en un día claro y a pesar de sus gritos, a pesar de aferrarse a mi tronco se lo llevaron. No pude hacer nada pero espero que mi recuerdo le dé fuerzas.
Mi madre, un árbol madre, me cuidó y me enseñó a cuidar de los demás, especialmente a los más débiles. Son a ellos a los que envío alimento a través de mis raíces. A aquellos que por crecer a la sombra son más pequeños y vulnerables, a los que enferman, a los que son atacados.
Aspiro el aroma verde del bosque, escucho por última vez el pájaro cuco con su eterno canto, el golpeteo del pájaro carpintero… Siento el cosquilleo de las lombrices bajo tierra, de las hormigas recorriendo mi cuerpo y sé que pronto seré de todos ellos.
Y en estos últimos soplos de vida envío a través de mi savia alimento a los que durante más o menos tiempo ha sido mis vecinos. Viviré en ellos. Con eso me basta.
EL hombre del árbol
No estoy loco. Solo sé escuchar. Eso es lo que hago. Escucho el bosque, lo que ocurre debajo de la tierra. Por eso camino descalzo. Los pies son ahí mis oídos.
Dejé mi casa, mi trabajo, mi familia, para vivir aquí, para oír el crujir de las hojas cuando después de un día de lluvia aparecen como por arte de magia ranas y salamandras, para aspirar el olor a lavanda y a jara, para sentir la tierra húmeda en mis manos.
Pero después aprendí que existe otro mundo más abajo. Un mundo invisible en el que los árboles se ayudan, y en el que también se destruyen. Un mundo en el que hay madres, que incluso ya muy ancianas, ayudan no solo a sus retoños sino a todos los que la necesitan. Pero nadie me cree. Todos piensan que soy un perturbado y sé que no me dejarán vivir en paz, que querrán que viva como ellos y me separarán de él, de mi viejo amigo, y no podré morir abrazado a sus ramas.