El bicho

Olivia Castillo

Hay alguien debajo de mi cama, pero no puedo verlo. Mi tía Azucena no  me cree y me trata como una desquiciada cuando lo siento respirar cerca de mí y grito como loca. Ella, entonces, revisa bien las cobijas y nunca encuentra nada. Para evitar que la despierte a tan altas horas de la noche, se duerme conmigo de mala gana y se va cuando el único gallo que queda en toda la ciudad, canta, y yo me quedo tranquila.

Anoche, el bicho se tomó mi vaso con leche; escuché cómo sorbía y tronaban entre sus dientes las galletas que me trajo Eduviges. Ella sí lo ve, pero dice que no es pertinente que le diga nada a nadie, porque aquí la gente ya no sueña. Tiene razón.

Hoy le pedí a mi tía que ya no me cuide de noche, que no es necesario porque Eduviges lo hará. Su cara reflejó una felicidad malsana y desenfado, y contestó que estaba bien.

Eduviges, luego que se hizo de día, quitó las sábanas y le pidió a dos vecinos que desarmaran la cama. Entonces pudo revisar el colchón de ambos lados y  le pidió a los hombres que lo sacaran al patio para que le diera el sol, después de ponerle mucho desinfectante. También lavó mi cuarto con harto jabón y cloro. Y se dio cuenta que había mucha humedad por filtraciones de agua y la oxidación de los tubos del drenaje casero. Aunque también limpió los armarios y el tocador, sugirió que me cambiara de cuarto.

Hoy dormí, por primera vez, desde hace mucho tiempo, de un solo tirón; sin sueños perturbadores, ni miedos infundados. La que no ha descansado nada es la pobre de Eduviges, ya que comentó que al bicho no le gustó la limpieza; que estuvo estornudando en la oscuridad, echando mocos acuosos por la nariz, tose y tose y con calentura de treinta y nueve grados por la asoleada del colchón, y por tanto desinféctate.

Es inaudito, ahora mi tía está preocupada por él. Yo he dicho, imprudentemente, que: “ojalá se muriera” y ella, la tía, se ha molestado mucho, y dice que todo es mi culpa porque soy una inconsciente al igual que la Eduviges.

El bicho ha empeorado, ya nadie sonríe en la casa, Eduviges se la pasa preparando infusiones de menta y eucalipto. Lo que mi tía no hizo conmigo, lo hace con el bicho: ha llamado al médico. Este se ha negado venir. Yo no sé por qué tanto apuro, si eso era lo que queríamos; desaparecer a ese lastre que me asusta y no me deja dormir.

Ahora resulta que la pequeña sabandija no puede dormir, y escuché a las mujeres insinuar que todo tenía que volver a la normalidad y yo al cuarto húmedo para que el pobre animal descansara. Por ello, lo primero que hicieron esta mañana mi tía, Eduviges y los acomedidos, es cambiar nuevamente mi cama al cuarto húmedo. Yo tendré, de nuevo, que sufrir de insomnio con su repugnante presencia. 

Ha sucedido algo increíble; ya no le tengo miedo al bicho como antes. Sé que es enfermizo, miedoso y torpe. 

Algo extraño está ocurriendo; hoy al entrar a mi cuarto, vi una sombra que se agazapaba temblando en una esquina y que la espanto “¡Buu!” le dije, poniendo mis dedos y mi cuerpo rígidos. Entonces el bicho pegó un grito raro y descomunal que hizo resonar toda la casa. La tía Azucena entró furiosa y Eduviges, que siempre había sido buena conmigo, me vio con rencor. 

― ¡Pobrecito!, lo espantátes ― prorrumpió.

Ya nadie me hace caso, ni siquiera Eduviges. Desde que el bicho se fue, todo mundo está triste y la casa se siente más vacía que nunca. Hoy me pellizqué porque quería saber si estaba soñando pero no, estoy más viva y despierta que nunca y con chicho moretonsote. Todo anda mal, hasta el gallo desapareció.