El ángel de la noche
Tamara Acosta
Esta mañana, Seattle amanece con una nueva víctima. JM, varón de 25 años, ha sido
asesinado durante la madrugada en un callejón cercano a la famosa discoteca Box
House. Múltiples impactos de bala. Ya es el noveno de la lista, y la policía se pregunta:
“¿Qué tendrán en común estos nueve hombres para haber sido ejecutados por un
mismo verdugo?”.
Amber se despierta sobresaltada; está temblando, y el sudor corre por su frente. Da un
trago a la botella de agua mientras se convence a sí misma de que solo ha sido una
pesadilla más. Cuando su corazón recupera el ritmo natural, decide levantarse ya;
aunque sean las tres de la madrugada, prefiere no dormir más antes que volver a
revivirlo otra vez. Aquella noche de verano, hace tres años, en ese parque, tirada en el
suelo y asustada, se llevó la mano a la cabeza, y notó al tacto la sangre caliente. Su
pelo rubio parecía un mar rojo. No vio a nadie; solo oyó risas que se clavaron en sus
oídos. Quiso gritar, pero no le salió la voz; quiso levantarse y correr, pero las piernas no
obedecieron a su cerebro. Cuatro sombras se acercaron hacia ella; no conseguía
enfocar la vista para ver de quién se trataba. Cuando estuvieron lo bastante cerca,
reconoció los rostros de sus agresores con sus sonrisas infalibles. Aunque su cuerpo
sobrevivió, su alma murió ese día, entre las sombras.
Maddie está espléndida esta noche. Se mira satisfecha al espejo. Será una fiesta
grandiosa. Es la celebración de fin de carrera y despedida; en dos días se marcha a
Nueva York a trabajar: sueño conseguido. Es el momento más feliz de su vida. Se pinta
los labios mientras se fija en que el vestido que le ha dejado su compañera de piso es
bastante corto para lo recatada que suele ser siempre su vestimenta, pero le da igual:
por una vez le apetece lucir sus piernas kilométricas. Coge un taxi que la deja en la
puerta de Box House. Todas sus amigas la están esperando ya dentro con una ronda
de tequilas. Maddie no suele beber alcohol, pero esa noche es para pasárselo bien.
James lleva un rato observándola; desde que ha entrado por la puerta con ese vestido
plateado, no ha podido quitarle la vista de encima. Infinidad de pensamientos inmorales
se le vienen a la cabeza. Se dice a sí mismo que no es culpa suya, que él es un buen
chico; la culpa es de esas fulanas que visten provocando. Se acerca al grupo de amigas
disimulando sus planes. Nota que su objetivo está bastante ebrio, pero aún necesita
algo más para ponerse a tono de verdad. Entabla conversación con ella, usando los
mismos trucos de siempre. Por suerte, la chica se muestra predispuesta, o eso quiere
pensar él. Cuando se despista, vierte unas gotas mágicas en su copa: eso ayudará.
—¿Fumas, Maddie?
—¿Por qué no? —Ya tiene a su presa a tiro. “Hay que ver qué estúpidas y confiadas
son las chicas de hoy en día”, piensa. Cuando lleva la mitad del cigarro, la droga
empieza a surtir efecto—. Me estoy mareando.
—No te preocupes: yo te cuido. Ven, deja que te lleve; tengo mi coche aparcado aquí al
lado.
Conoce muy bien el callejón adonde se dirigen. Si consigue ser rápido, nadie tiene por
qué verlos. La chica está consciente, pero no puede moverse: será fácil.
En la oscuridad del callejón una sombra se desliza cautelosamente. James está tan
inmerso en la tarea de subir el ansiado vestido que no depara en ella. Maddie quiere
gritar; quiere abofetear a ese intruso que está dentro de su cuerpo, pero sus músculos
no responden. Los planes e ilusión de futuro que tenía hace tan solo un rato se borran
de un plumazo; aunque ella no sea consciente de ello todavía, nada volverá a ser igual.
Su vista no es clara del todo, pero vislumbra entre las sombras una presencia que se
dirige hacia ellos. Reza para que venga a rescatarla. Con un movimiento rápido y
ensayado, la sombra amenaza poniendo la pistola sobre la sien de James que,
aterrado, se queda inmóvil. Un disparo directo al cerebro y dos más de ensañamiento
sobre el pecho. La sombra huye, y a los pocos minutos aparece la policía y una
ambulancia que asiste a la víctima.
En el interrogatorio, Maddie se guarda para ella lo ocurrido. Afirma con ahínco que
estaba inconsciente y que no recuerda nada. No quiere traicionar a quien le ha salvado
la vida a ella y, seguramente, a muchas otras más. Piensa en el mechón rubio que
accidentalmente caía fuera del pasamontañas y no entiende la razón de su suerte, pero
algo dentro de ella le dice que ese ángel de la guarda debe perdurar en el tiempo.