El amigo de Iker
Gonzalo Tessainer
Nací en una tarde en la que los tonos ocres ya habían invadido el gris de las aceras y el olor a castañas asadas reinaba las esquinas de las calles. Sobre una alfombra de color amarillo y entre juguetes comenzó mi vida. La mente de un niño puso mi nombre; su creatividad dio forma a mi cuerpo y su imaginación dotó de voz a mis palabras. Los primeros recuerdos que tengo son sus manos, unas manos infantiles que con decisión cogieron dos coches de juguete e hicieron que rodaran sobre la mullida superficie. Los vehículos en miniatura sortearon los obstáculos del circuito que aquel niño había preparado con unos bloques de construcción de plástico encajados con ilusión y fantasía. En aquella primera competición automovilística de dos participantes, el nombre del vencedor se supo antes de que esta comenzara.
—El coche número dos toma la última curva y acelera —afirmó con entusiasmo mientras movía un cochecito de color rojo—. Pero el número cinco está cerca. ¡La carrera está muy emocionante! ¿Quién ganará?
El niño empujó con fuerza el juguete con el número impar pintado en el techo e hizo que cruzara la meta antes que el otro.
—¡Campeón! ¡El número cinco es el ganador! —gritó Hugo mientras corría alrededor del circuito—. ¿Lo ves, Iker? ¡Ya te dije que iba a ganar!
Interrumpiendo la celebración, la madre del pequeño abrió la puerta y, esbozando una sonrisa diseñada por la ternura, hizo que su hijo se tranquilizara.
—¡Cálmate, Hugo! Recoge todo este desorden antes de que lleguen tus abuelos.
—¡Vale, mamá! —El niño se giró y miró al otro rincón del dormitorio—. ¡Iker, ayúdame!
—¿Quién es Iker, cariño? —preguntó la madre.
—¡Es mi mejor amigo! ¡Está ahí, al lado de la cama! —señaló el pequeño guiñando un ojo.
La madre dirigió la mirada hacia la dirección indicada y, al no ver a nadie, comprendió lo que estaba sucediendo.
—¡Encantada, Iker! ¡Seguro que entre los dos ordenáis el cuarto en un periquete! —dijo sabiendo que no obtendría respuesta.
Durante más de tres años, Hugo compartió muchos de sus juegos y aventuras conmigo. Desde el principio supe que mi presencia en su mundo venía dada por el antojo y por la necesidad de compañía que tenía el niño, pero no me importaba. Disfrutaba de todos los momentos que compartíamos y, en ocasiones, llegué a pensar que lo tenía en exclusividad.
Me di cuenta de que, a medida que Hugo crecía y el número de velas aumentaba en su tarta de cumpleaños, mi presencia en su vida era cada vez más escasa. Los juguetes que tantas veces compartimos comenzaron a estar cubiertos por una capa de polvo que cada día era más densa y, aunque intentara limpiarla con la manta de angora que poco a poco nublaba mi existencia en su mente, era imposible eliminarla.
Hubo un día que todo cambió, en concreto una tarde. La tarde en la que Hugo llegó de pasar unos días en un campamento. Aprovechando sus padres la ausencia de su hijo, cambiaron los muebles de la habitación, pintaron las paredes; la mayoría de los juguetes fueron desterrados a manos desconocidas y, lo que más me dolió, la alfombra amarilla en la que nací fue sustituida por otra de color marrón tierra. Cuando Hugo descubrió la sorpresa y vio que su dormitorio había perdido casi todo atisbo de infantilidad, colmó de besos a sus padres en forma de agradecimiento, sin ser conscientes de que serían los últimos que recibirían de manera espontánea por mucho tiempo. Una vez a solas, el niño observó una estantería en la que se encontraban unos coches de juguete perfectamente colocados.
—¿Te gusta mi nuevo cuarto, Iker?
—¡Sí! –quise responder, pero la brisa de aquella tarde de verano impidió que esa palabra se escuchara y, dejándola encerrada en lo más profundo de un altillo, mi voz para Hugo enmudeció.
Desde aquel día, y aunque muchos años hayan pasado, sigo siendo el dueño de un pequeño espacio en la mente de Hugo. En ocasiones abandono mi parcela para deambular por un paraje llamado subconsciente con la esperanza de que el que fue mi mejor amigo vuelva a nombrarme y volvamos a jugar siendo una misma persona.