¿Dónde está Carolyn?

Silvina Brizuela

Aquella calurosa mañana de febrero de 1984, Lucía encendió la radio sintonizada en una FM local y escuchó la misma noticia que durante los últimos cinco días mantenía al pueblo triste y preocupado. La niña Carolyn, de siete años de edad, seguía desaparecida. La policía, los bomberos y el pueblo en general rastrillaban la zona donde había sido vista por última vez, cerca de los cañaverales, a la orilla del arroyo sucio y maloliente que lo circundaba. 

El día de su desaparición, la niña había estado sola en su casa, como cada mañana, pues su madre se iba a trabajar muy temprano. No había ningún familiar dispuesto a cuidarla esas horas, ni presupuesto suficiente para niñera. 

Carolyn tenía prohibido salir de casa, abrir las ventanas y prender la cocina o el horno. Solo podía desayunar cereales o fruta, y ver televisión hasta el regreso de su madre, al mediodía. Pero esa mañana hacía mucho frío, y la niña quiso beber algo calentito. ¡Tantas veces había visto a su madre encender el fósforo para prender la hornalla de la cocina! Ella misma había practicado una vez, a escondidas, y le había salido bien. Pensó que no tenía nada de malo poner a calentar un poco de agua (ya estaba grande: seguro podía hacerlo). 

Decidida, abrió la perilla de gas, tomó un fósforo y empezó a restregarlo contra el costado rugoso de la caja. Intentó varias veces, hasta que el último, por fin, se encendió, y una gran legua de fuego se alzó frente a Carolyn chamuscándole los pelos y la cara. El fuego se propagó al instante hacia los repasadores, la pared empapelada y la alacena de madera arriba de la mesada. 

La niña, aterrorizada, no pudo ni gritar. Solo atinó a salir corriendo, espantada por las llamas y por el desastre que había causado. Una vecina, que a esa hora barría la vereda en la esquina, la había visto pasar hacia el arroyo (por eso recorrían esa zona, buscándola). Cinco días después, seguían sin rastros de la pequeña. 

Lucía calentó agua en la pava para hacerse unos mates. Desde su ventana en la cocina, alcanzaba a ver los cañaverales del ingenio azucarero, a la gente y los vehículos recorrerlo. Conocía a Carolyn desde chiquita; la había visto jugar con otros niños cada tarde. Pasaban frente a su casa corriendo, persiguiéndose, gritando. La tenía bien identificada; con su abundante cabellera rubia y su sonora risa, se distinguía entre los demás niños como un girasol en un rosal. 

La casa de Carolyn quedaba cruzando la calle justo al frente de la de Lucía. Desde la misma ventana de la cocina, había sido testigo del incendio trágico que, en cuestión de minutos, había devorado la vivienda. Vio el momento cuando llegó la madre de la niña, su desesperación, sus gritos y nervios; vio cómo los vecinos mas cercanos trataban de contenerla. Lucía miraba con frialdad. “Qué madre descuidada e irresponsable —pensaba—… ella dejó que esto pasara. Es su culpa. Yo nunca dejaría una niña tan pequeña sola por tanto tiempo”. Renegaba en silencio mientras chupaba, de la bombilla, el líquido caliente y amargo de su primer mate del día.

Terminó su rutina; cortó dos rodajas de pan francés y las puso a tostar. Mientras se hacía el pan, dispuso en una bandeja de plástico una cuchara, una servilleta, un vaso de leche y tres pequeños bombones de chocolate. Una vez listo el pan, lo agregó a la bandeja, subió el volumen de la radio y se dirigió a la planta alta. 

Con tranquilidad caminó por el pasillo alargado hacia la puerta superior que llevaba al altillo. Dejó la bandeja en el piso, abrió la puerta, desplegó la escalera, tomó la bandeja y subió haciendo equilibrio. 

El ático carecía de luz natural. Una tenue lámpara enchufada en la pared apenas dejaba delinear entre las sombras un cuerpo pequeño recostado sobre un fino colchón. Lucía se acercó y le acarició la cabeza, peinando sus dorados cabellos. La niña seguía dormida bajo el efecto del somnífero.