Thelma Moore
Desgracia a prueba
—¿Para qué vas a exponerte Crisanta? ¡ Para que no vendas nada! No vale la pena, hija, —le dijo Zenaida con voz débil pero alterada
—Mamá, no hay peor lucha que la que no se hace. No me puedo quedar de brazos cruzados, algo debo de conseguir, no tenemos ni para comer.
>¡Mírese! Apenas puede caminar. Claro que voy´ir.
Sin más aclaración, se echó sobre el brazo las servilletas bordadas que se habían salvado por estar en una bolsa de plástico. Salió decidida del único cuarto que quedó del jacal, aunque con una lámina que, de milagro, cayó encima y sustituyó en gran parte al techo original.
Sus pequeños pies descalzos, se hundieron en el lodo, pero nada la iba a detener. Su estómago crujía pues su último alimento, la cena del día anterior, había consistido en galletas saladas y unos tragos de agua de una botella de plástico que había llenado en la llave comunal. Sin embargo, después de eso el líquido se había agotado.
Por el camino cavilaba: “Perdóneme mamá por decir mentiras, pero fue para no preocuparla”. Volvió a la realidad cuando un chamaco le golpeó el hombro al pasar corriendo perseguido por otro. Esto la intimidó y cruzó la calle lodosa, llena de basura, al subir a la banqueta se horrorizó de tal forma que le costó trabajo pasar sobre el brazo extendido de un cadáver con la cabeza sanguinolenta. Empezó a correr sin importarle chocar con la gente que empujaba carritos del supermercado colmados de víveres y aparatos de todo tipo. En su loca carrera, tropezó de lleno contra una mujer enorme con tufo a alcohol, quien se enojó tanto que zarandeó su flaco cuerpo de adolescente y le arrebató las servilletas.
Traumada, siguió caminando como una autómata, casi sin darse cuenta llegó a la avenida en cuya esquina estaba la gran tienda y de la cual salían cargadas las gentes con paquetes y bultos. Con temor se atrevió a meterse y, al adentrarse en el establecimiento, pisó vidrios rotos y empezó a sangrar. Se armó de valor y se dispuso a buscar las botellas de agua, pero fue inútil, los estantes estaban vacíos; desolada, se sentó en el pasillo. Al levantar la vista vio una botella que había rodado debajo del estante. Se incorporó como un resorte para rescatarla, empezó a caminar volteando para todos lados; no tenía dónde esconderla. Temerosa de que se la quitaran, se echó sobre los hombros una cobija de las abandonadas en un rincón y escondió el envase debajo del brazo.
Su figura era patética, el pelo desgreñado y sucio le caía sobre la cobija y los ojos, los pies descalzos con barro y sangre, caminaba encorvada para detener la manta y el agua. Su imagen era tan conmovedora que una señora muy humilde le dio una de las hogazas de pan, producto de su rapiña. Murmuró un “gracias” y la escondió debajo de la cobija.
Inició el regreso, a unas cuadras de llegar a su cuarto vio a un niño como de cuatro años, sentado, llorando al lado de un montón de escombros. Se acercó a él.
—¿Qué te pasa? ¿Dónde están tus papás? —Le habló suavemente.
—Están ahí debajo y no me hacen caso, —le contestó entre suspiros y sollozos.
Crisanta le acarició el cabello al comprender la terrible tragedia, con lágrimas a punto de brotarle, trató de animarlo.
—¿Cómo te llamas?
—Juan Martín.
—Ya no llores, al rato vendrán por ti.
El chiquillo había pasado horas ahí sin que nadie se ocupara de él; la miró incrédulo. Crisanta siguió su camino sintiendo un remordimiento enorme por haberlo dejado a su suerte. No se dio cuenta que Juan Martín la seguía hasta sentir que se aferraba a una de sus piernas, sin dejarla avanzar.
Eso bastó para halarlo por el brazo y enderezarlo. Luego, sin pensar dos veces lo tomó de la mano y emprendieron el camino a su refugio. Cuando lo vio, doña Zenaida se alarmó,
—Pero m´hijita, ve como estamos…
Esa noche durmieron los tres calientitos tapados con la cobija y habiendo cenado el pan con agua. Mañana sería otro día.