Roy Carvajal
Cómplices
Mis manos detuvieron la hemorragia de la pierna, mientras, con mis orejotas puntiagudas, escuchaba atento lo que gritaban los hermanos.
—¡Mira en lo que me he convertido, hijo del hada! Mira mis brazos negros, llenos de hollín, mi cara, mi panza y mis orejas negras como duende… ¡por tu culpa!… ¡Mírame, maldito Oliver!
—Pero… Eberhard… ¿eres tú?… ¿cómo estás dentro del códice, si acaso sabes leer un conjuro?
—Ja, jaa. ¡y tú que te creías el inteligente del castillo! ¡Si no hubieras nacido, en este momento nuestro padre el duque sería el rey de todos los códices!
Permanecí tras la muralla y vi la cara de asombro de Oliver. Hubiese deseado que conociera la verdad de mis labios, no en medio de una pelea.
La verdad sobre la madre y el nacimiento de Oliver se mantuvo en misterio en el pueblo. Odalissa adoptó la forma humana en la taberna que frecuentaba el duque. El padre de estos niños era el dueño de los códices. Serían vendidos al mejor postor, bebería en forma de vino cada página, y con ello, se perdería la continuidad del conocimiento. Serían quemados, olvidados, por culpa del alcoholismo que la muerte de su esposa provocó al duque. Así que Odalissa, con tal de protegerlos, apareció ante él como una mujer comprensiva que sanaría su herida amorosa. Yo le ayudaba a conjurar la forma de salir del códice, mientras que las pequeñas hadas miraban desde abajo, sollozando. Me obsequió el espejito que todo lo ve, para que cuidara de ella cuando estaba fuera. Pero el duque siempre fue un caballero. La sola presencia del hada renovaba su vida, así que cada madrugada, lograba separarlo de la botella y llevarlo hasta los códices. Allí le enseñó la magia de estos, que desconocía, la magia que sus padres asociaron a maldiciones y escondieron en un baúl en el torreón, que luego el duque encontraría.
Odalissa decidió dejar el mundo mágico para proteger los códices desde afuera, y se amaron a escondidas. Vivieron años juntos y felices mientras Oliver crecía, junto a Eberhard, el primer hijo del matrimonio fallido. Los códices estuvieron a salvo, mientras tanto, el duque ingresaba a ellos para construir un castillo. Por medio de conjuros hipnotizó a los duendes y mantícoras para que le sirvieran. El duque se sintió pleno de poder. Odalissa presintió el afán de poder del duque, como el de todo humano, y no toleró más sus ansias de apoderarse del mundo de sus hadas. Intentó escapar de nuevo a su mundo para advertirlas, pero ya el duque tenía un plan bien trazado, utilizando a su hijo, el de su primera esposa como el cómplice perfecto…
—¡Imbécil, dame la llave, que papá te dará una golpiza si no se la regresas! —espetó Eberhard y Oliver reaccionó:
—¿Eeeh? ¡Quien quiere la llave eres tú, ya dijiste que la venderías por cientos de marcos!
Eberhard accionó el trinquete de la máquina y una bola de ardiente espetó de uno de sus cañones. Oliver levantó la llave, que emitió una columna de un fulgor azul, como el de aquella vez que lo hizo levitar ante mis narices. La bola de fuego se partió en dos, quedando intacta la llave que protegió al niño.
—¡No es cierto, mientes, Oliver! ¡Soy el heredero de la llave, la merezco, así como todos los códices y el castillo! —dijo accionando el cañón cuatro y cinco veces más sobre el fulgor azul. Al ver su poder insuficiente, se sintió vencido. Sin la muralla que construía el castillo que protegía, estaría en peligro. Sacó una hoja con garabatos de su pantaloncillo entonces invocó al cielo del códice.
—¡Maestro del códice, aparece… muéstrale tu poder a este hijo bastardo tuyo!… ¡Maledictum noctis, nubibus et tenebris circumdat!
Los nubarrones se acercaron, tan oscuros que taparon el sol. Formaron un remolino que absorbió el follaje de los pocos árboles que quedaban, el humo negro de la máquina, palos y troncos, restos de la inminente destrucción del bosque.
La hemorragia se detuvo para mi suerte, pero aun me dolían los huesos y no pude correr a defenderlo. Se acercaba algo nunca antes visto por los duendes, algo escrito en los códices que yo no estaba preparado para afrontar.