Cicatriz de Veneno | Andrés García
La noche parecía devorar el cementerio por entero. Entre sombras y el susurro acariciante de la brisa sobre las hojas secas que aún se aferraban al verano, ella caminaba hacia la tumba de quien ahora ya no estaba. Sentía el peso de cada paso, como si el suelo se resistiera, quizás intentando recordarle lo que había dejado allí, entre la tierra y el mármol.
Parada frente a la lápida, observaba. La piedra gris solo tenía grabado un nombre, dos fechas y un espacio de silencio donde todo quedó atrapado. Las últimas palabras de su esposo regresaban una y otra vez, como un eco violento en su mente.
No fue el contenido de la confesión lo que la quemó por dentro, aunque escuchar que había traicionado hasta el último rincón de su vida le rasgó el alma. Fue el desprecio, la crueldad en su tono. Podía recordar su voz, ese susurro envenenado que le escupía la frase final con una risa que se le incrustaba. Cada palabra elegida aquella noche parecía diseñada para aniquilarla.
El frío le recordaba el filo del cuchillo, ese instante en que sus manos habían temblado, no por miedo, sino por un impulso urgente de liberarse de él. Su cuerpo cedió a la fuerza de su rabia, casi como si la traición misma le dictara los movimientos. En un segundo, el dolor y el veneno de sus palabras se habían transformado en un acto irreversible, en una herida de metal y furia.
Las palabras resonaban, cada sílaba erguida en su mente sin dejarla escapar de ese recuerdo. Se había preguntado tantas veces si él había querido hacerla estallar de rabia, si había buscado en su confesión una reacción más allá del dolor, un impulso que la llevara al límite. Quizás él siempre había sabido que su amor por él era tan intenso como su odio por la mentira. Quizás él lo había planeado, buscando en ella una venganza por todas las noches en las que se había sentido atrapado en su matrimonio.
El mundo le parecía un fragmento de noche rota, un reflejo de ese instante en que las palabras lo rompieron todo. No recordaba con claridad cuántas veces lo apuñaló, ni cuánto tiempo se quedó mirando su cuerpo inerte, esperando sentir algo más que el vacío. Él consiguió lo que quiso; había convertido su amor en algo oscuro y perverso, un recuerdo que nunca podría borrar.
Había pasado un año. Y aquí estaba, frente a la lápida, susurrando una confesión silenciosa. Ella no se sentía culpable, y eso la aterraba. Él tenía razón sobre algo: nunca había sido inocente, ya no necesitaba aparentarlo más. Quizá siempre supo que, de alguna forma retorcida, sus manos serían su final. Pero lo que más le dolía era saber que, aun muerto, sus palabras permanecían en cada parte de su ser.
«Sí, me revolqué con tu prima y también con tu hermana. ¿Quieres saber por qué? Te las das de muy fiel y muy persignada, pero desde que volviste de Cuernavaca, lo noto: coges distinto, se ve que te enseñaron bien, ¿eh?… ¡Pinche perra! Ahora estamos a mano.»
En silencio, se dio la vuelta, caminando entre las sombras, dejando atrás la tumba. En su mano, todavía aferraba el anillo de bodas que nunca se había atrevido a quitarse. Se detuvo un momento al borde del camino y lo sostuvo bajo la pálida luz de la luna, observando cómo el metal frío parecía absorber la oscuridad.
Con un movimiento decidido, arrojó el anillo hacia el vacío. El sonido apenas audible del metal golpeando la tierra resonó en su mente como un acto acusador. Mientras las sombras la envolvían, supo que el último recuerdo de él no sería la rabia ni el odio, sino algo mucho peor: el peso de sus palabras que, aún después de muerto, continuaban hiriéndola. Caminaba sintiendo el eco de esa confesión clavada en cada latido, en cada pensamiento, era un veneno implacable. Su ausencia no le dolía, sino la herida que había dejado en ella, una cicatriz invisible que le recordaba, día tras día, que incluso ahora no podía escapar de él, ni de lo que la había hecho descubrir en ella misma.