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Fernanda Almagro

Arena

La fina arena de color amarillento huía silenciosa a través del estrecho túnel de su cárcel de cristal para acabar de nuevo atrapada en otro receptáculo exactamente igual. Una mano despiadada lo giraba una y otra vez, implacable. Esa mano despiadada era mi mano.

Se trataba de una pieza antiquísima, regalo del abuelo a la abuela y de ésta a mi madre. Mi padre estaba muy enfermo, se estaba muriendo, y mi madre sintió que era el momento de que yo lo tuviera. Entonces no comprendí por qué.

Desde pequeña me había fascinado ese artilugio que nunca me dejaban tocar. El tiempo en forma de arenilla formando preciosas y minúsculas dunas unas veces, anaranjados desiertos otras. Ahora esa misma arena me llevaba a mi padre una y otra vez. 

Falleció un día al alba. Después del entierro acompañé a mi madre a su casa -prefirió quedarse sola, nunca le gustó el sufrimiento de plañidera – y volví a la mía. Pensé con amargura que un ciclo se cerraba y la pena atravesó mi garganta para enredarse en mi vientre.

Recuerdo que tardé mucho en dormirme. No podía dejar de girar el reloj como si el movimiento pudiera aplacar mi tristeza. El bochorno previo a la tormenta tampoco ayudaba. Cuando por fin lo conseguí un resplandor intenso inundó la habitación despertándome. Miré a mi alrededor y por unos instantes me pareció que el reloj se iluminaba en su interior. No se oía llover. Me asomé a la ventana para comprobar qué era aquel fulgor. Un cielo sin luna, adornado de relámpagos, se encendía y apagaba.

Volví a la cama y justo cuando estaba a punto de dormirme la habitación se inundó de nuevo de claridad. Miré hacia el escritorio donde había colocado el reloj, y allí estaba, encendido por dentro como si poseyera un sol en miniatura. Me acerqué silenciosa, toqué sus paredes de vidrio; estaban calientes. Cerré un instante los ojos y al abrirlos me vi caminando por el desierto al lado de mi padre. Lo abracé y continuamos andando en silencio de la mano. Las fronteras de cristal parecían haberse borrado.

Después de un rato se detuvo, me miró y dijo: “Ana, debes volver. La tormenta se aleja. Recuerda: el ciclo aún no se ha terminado”. Entonces vi de nuevo el cristal. Cogió mis manos y las colocó sobre él. Lo atravesé de nuevo y volví a aparecer en mi dormitorio.

Aun no me he atrevido a preguntarle a mi madre si lo que había ocurrido era real o un sueño pero desde entonces espero que llegue otra noche de luna nueva y tormenta seca para poder verle otra vez.

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