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Aquellos maravillosos años

LeMo

Las moscas, el balar y el hedor te transportan a tu niñez, donde el claro de la luz del día duraba una eternidad, donde las calurosas tardes las pasabas jugando a la orilla del río y donde la noche se cargaba de estrellas fugaces, las cuales contabas mientras en secreto pedías un deseo, aquel que, afortunadamente, se cumplió.

 

Cada fin de año, era como un sueño volver al pueblo. La excitación previa al día que partíais te impedía, redundantemente, dormir. En tus pesadillas, cuando llegabas, él no venía; habían cambiado de pueblo de veraneo, o algo peor: se ahogaba en el río mientras tú lo mirabas impotente porque no sabías nadar. Te levantabas mojada (pero no como las otras veces que habías soñado con él). La pesadilla te había desorientado, y solo el frescor del agua sobre la cara te hacía volver a la realidad. 

 

A la mañana siguiente, dejabas el cuarto limpio y esperabas sentada en el primer escalón, frente a la puerta, con la maleta a tu lado, lista para subir al coche. De costumbre perezosa, tus padres encontraban esa forma de actuar muy peculiar y les hacía gracia tu entusiasmo, tanto que se demoraban intencionalmente solo para hacerte rabiar.  

 

Una vez en marcha, te acostabas sobre la almohada que habías llevado y, sin atarte (porque en aquel entonces no había cinturones traseros), te ponías a leer tu tebeo preferido de Zipi y Zape. Después de unas cuantas paradas de obligación, unas cuantas canciones que implicaban al conductor y uno que otro “veo, veo”, llegabais al pueblo.

 

La maciza puerta que abrías y cerrabas presentaba muestras de haber vivido muchos veranos y, como era de costumbre, no habíais pasado el rellano de la puerta que tu padre ya estaba distribuyendo tareas a todos los miembros de la familia. Cerrabas los ojos al entrar para concentrar, en una bocanada de aire, el olor que representaba la felicidad, la libertad y los amoríos. Te tocaba, a menudo, descubrir las sábanas de los muebles que, aunque anticuados, no cambiarías por nada. Porque aquí estás en el pueblo, y lo ostentoso no tiene lugar.  Lo que verdaderamente cuenta son los momentos con los primos, con los amigos y, sobre todo, la libertad de hacer las cosas como si no hubiera un mañana, y es que, en aquel entonces, se vivía despreocupado.

No recuerdas haber usado un casco cuando andabas en bicicleta. Jugabais todos juntos en la calle hasta la hora de cenar (te llamaban a gritos por la ventana). También pasabas mucho tiempo en el río, con la única preocupación de hacer la siesta de tres horas para ayudar a la digestión porque, si no, no te podías bañar; pero te das cuenta ahora de que era, simplemente, para que tus padres estuvieran tranquilos (o para hacer vete tú a saber el qué). 

 

La primera quincena de agosto llegaba y, con esta, tus mariposas desde el interior comenzaban a revolotear, tus sueños eran cada vez más comprometidos y apenas podías alimentarte porque sabías que no tardaría en presentarse.

 

Fueron unos maravillosos y dulces años, que se repitieron anualmente, donde aprendiste a desear, a querer y a dejarte amar. El tiempo hizo que crecieran vuestros sentimientos, y no se quedó en un amorcito de verano: te pidió la mano en el río donde se cumplió tu deseo.

 

Después de casados, comprasteis una vieja granja, en una aldea vecina. Lo bucólico y pastoril estaba muy presente en vuestras vidas, e incluso elegisteis dejar de perder el tiempo entre idas y venidas a la ciudad (por trabajo). Os volvisteis un poco hippies y empezasteis a comprar ganado, a plantar frutas y hortalizas, y a vivir de la venta de vuestro sacrificio. La vida en el campo os llenaba y rimaba con vuestros principios. 

 

Pero aquel fue el campo de tus recuerdos: el de ahora solo lleva consigo sudor, lágrimas y deudas.

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