Allegro forte

Ignacio F.

Contemplo a mi hijo a tocar el piano, y mis manos agrietadas siguen, como un mimo, el ritmo que mis oídos ya no pueden escuchar. He aprendido a leer las partituras en los movimientos de sus brazos, en las inflexiones de sus dedos y en la traducción de mi recuerdo. Por eso sé que se aproxima el allegro forte, y mi corazón comienza a desbocarse por la impaciencia y por el anhelo. Y entonces pasa: con un golpe de su muñeca, se filtran en mis oídos las notas como leves cantos de pajarillos, y la soledad desborda el dique de mis ojos al escuchar el mundo una vez más. Como una ráfaga de viento o como un trueno, la música desaparece en un instante, encerrándome, de nuevo, en la prisión de mi cuerpo. Percibo cómo mi hijo observa mis lágrimas mientras continúa tocando. «Bravísimo», susurro, y escondo mi tristeza en el orgullo de una madre.

 

Cuando deja descansar sus manos, asiento en silencio y, guiada por un impulso vernáculo, me dirijo a la habitación donde moran mis recuerdos. Abro un armario, y los observo: como armaduras que protegen la memoria de lo que un día fui, descansan en sus perchas mis maillots y mis vestidos. Tomo entre mis manos el traje que llevé durante La Faniculla del West, y vuelve a mí el aroma a polvo y a tabaco, a taberna y a sequía, y mi pecho late entre amores imposibles de bandidos y sonidos de escopetas. Sin descolgarlo de la percha, lo coloco sobre mi cuerpo y contemplo, en el espejo, la falda plisada del color achampanado del desierto al amanecer, la camisa blanca con su lazada al cuello, y, cerrando los ojos, abrazo el vestido como si fuera capaz de darme un poco más de vida, un poco más de aliento. 

 

Suspiro, y creo verla reflejada en el espejo, con su cuerpo terso, su pelo negro recogido y sus ojos de fiera indómita. Levanta una mano por encima de la cabeza, y sus brazos se despliegan como alas armoniosas alzando un vuelo invisible. Mientras la música de Puccini emerge lentamente sobre los velos de mi memoria, ella eleva la pierna por encima del hombro, ondeando su falda del desierto como una cometa conducida por el viento, y gira, gira… Y vuelve a girar todo su cuerpo, como si fuera una veleta en busca de su destino. Y se detiene ante mí, retándome con sus ojos de brasas encendidas y con sus armas de juventud, llevando lentamente sus manos a las caderas, listas para desenfundar sus revólveres de sueños y de pasiones. Y yo la miro, ¿y qué le voy a decir?: «¡Dispárame! ¡Olvídate de mí! Y, si un día llegas hasta aquí, hazlo envuelta en anhelos cumplidos, en deseos perseguidos y en fervores encumbrados. No tengas miedo. ¡Hazlo! ¡Baila! Y, si la música se apaga, quedará en ti el recuerdo de cabalgar sobre la vida soñada».

 

Ella me mira desde el espejo, y sus ojos insondables parecen tornarse abyectos; su piel, laxa y olivácea; su pelo, cano; y su vida, gastada. El crujido de la puerta al abrirse rompe mi ensoñación y anuncia a mi hijo entrando en la habitación. Observo la duda en su rostro y sonrío. «Solo recordaba, cariño. Hazme un favor y cuélgalo de nuevo en el armario», digo, mientras tiendo el vestido en sus brazos. Él me devuelve la sonrisa, toma el vestido y se detiene a mirarlo. «He visto esa grabación unas mil veces… Estabas preciosa», interpreto en sus labios. Con respeto y con cuidado, lo devuelve al armario, lo alisa, lo mima, y cierra la puerta. Se gira para mirarme y veo en sus ojos una pátina de brillo. «Siempre te he admirado», leo en su boca. Y, en ese momento, de nuevo, me siento cabalgar sobre la vida soñada.