A ti no puedo mentirte

Angélica Moreno

Un fuerte olor a metal se introduce de lleno en mis fosas nasales, provocando mi despertar. Cuando abro los ojos, me encuentro desnuda, cubierta por un fluido rojo en mi piel. No hay ninguna parte de mi cuerpo que no esté impregnada de ese color. Respiro cada vez con más agitación; no entiendo qué ha ocurrido. Me encuentro en medio del bosque. Perdida y desorientada, corro sin mirar atrás, tratando de localizar la cabaña. 

A escasos metros, la consigo divisar.  Ojalá todo esto haya sido una broma por habernos pasado con el alcohol. Cuando abro la puerta, un fuerte hedor llega hasta mi cerebro. No puedo creer lo que estoy viendo. Lo que parecía una escapada de fin de semana perfecta acaba de convertirse en la peor de mis pesadillas. 

Las paredes teñidas de sangre están tan rasgadas que los rayos de luz se cuelan por esas grietas. El fuego que anoche resaltaba nuestras cálidas carcajadas ahora está sumido en frías cenizas. Sofás vomitando el relleno de algodón, trozos de vajilla por el suelo. La enorme alfombra de terciopelo donde la primera noche, mientras todos dormían, Max y yo fuimos uno ahora se encuentra cubierta por su cuerpo magullado. No muy lejos de él están los demás. Chloe, Martín, Kol y Sara. Todos salvajemente maltratados. 

Los recuerdos comienzan a agolparse en mi memoria. Llegan con la rapidez de una estrella fugaz, queriendo pensar en todo y no encajando nada. Cierro los ojos, y trato de calmar mis ansias de querer resolverlo. Inhalo y exhalo unos minutos para lograr centrarme. 

Todo empezó el mes pasado cuando Chloe, mi mejor amiga, propuso irnos de escapada en Halloween para evadirnos de la universidad. Apenas si nos veíamos por los pasillos y en algunas clases que coincidíamos. Por supuesto, accedimos encantados. 

Al llegar a la cabaña, todos gritamos al unísono un «¡Wow!». Era más grande que lo que internet mostraba. Nada más entrar, nos recibía un enorme salón con barra de bar en el lado izquierdo. A la derecha se divisaba una gran chimenea de la que sobresalía una cabeza de oso. Unas sofisticadas lámparas  en forma de óvalo constituidas por cuernas de venado colgaban en el techo. Sofás de madera acolchado con unos cómodos cojines en tonos grisáceos y marrones. A los pies, una alfombra blanca de terciopelo que te acariciaba con tan solo mirarla.  En un lateral, una escalera en forma de caracol te llevaba hacia el piso de arriba donde, además de jacuzzi, había una habitación sauna. Cuatro dormitorios a cual más grande, con baño propio. Una cabaña de película. 

 

La segunda noche era el Día de los Muertos, y para ello preparamos comida pensada en la temática. Salchichas simulando dedos, manzanas caramelizadas como si estuvieran bañadas con sangre, gusanos de chuches saliendo de calabazas. Una mesa repleta. Todos nos involucramos en los preparativos mientras contábamos anécdotas y reíamos al calor del fuego. Decidimos ver una película de terror antes de cenar. Después, jugamos a Beer Pong, donde todos salimos bien parados en cuanto a alcohol en vena se refiere. 

De un momento a otro comencé a sentirme mal. Me dolían todos los huesos; sentía como si me los estuvieran partiendo. Los dedos de mis manos se alargaban, y unas garras afiladas ocultaban una manicura perfecta. El vello comenzaba a brotar por cada poro de mi piel. La mandíbula me dolía tanto que estaba comenzando a perder los nervios. Mi columna se curvaba; las articulaciones se rompían. Recuerdo la cara de mis amigos y de mi novio. Se alejaron de mí; no entendían nada. Sus ojos escupían miedo, sus manos temblaban y gritaban mi nombre. 

—¡Hayley! ¿Qué te sucede? ¿Qué ocurre?

—Cariño, ¿qué haces?

Sus preguntas no hacían más que alterarme hasta llegar a tal punto de no reconocerlos y solo pensar en comida. Mis manos desgarraron todo su ser, uno a uno. Los gritos alimentaron mi furia, y su sangre, mi sed. Las palabras de mis padres ahora cobran sentido: «Hayley, no puedes renunciar a lo que eres: tarde o temprano, la maldición se desatará. A la luna no se la engaña tan fácil».