Ana Fortuny
17 de marzo
Para Juan y para Natalia, el 17 de marzo tiene un significado diferente. Juan recuerda algunos acontecimientos de ese día, pero para él la fecha es irrelevante. Pudo haber sido un 5 de enero o un 24 de octubre. Si le preguntas qué pasó hace quince años, no sabrá responder. Dirá: “Ehh, pues, ¿qué pasó? No recuerdo, dame una pista, ¿quieres?”
Natalia, sin embargo, jamás olvidará esa fecha. Recuerda el restaurante, los colores del mantel y hasta la posición de los espaguetis en el plato. Tiene presente su indecisión cuando Juan la invitó a salir. ¿Iría? ¿No iría? ¿Qué quería Juan? Pero algo, que aún no puede explicarse, una intuición debajo de su piel, la empujó a aceptar. Ella dijo: “El próximo miércoles, si le queda bien.” Él respondió: “A la una”.
Llegó al lugar. Él la esperaba en un rincón alejado del bullicio. Entró un poco temerosa, pero la alegría de verlo la apaciguó. Juan tenía una camisa Polo menta. Natalia se acuerda del doblez de las mangas en los brazos de Juan. Ella llevaba una blusa color burdeos. Juan no sabría decir de qué color era la prenda, pero sí, que tenía un escote moderado. Se sentó. Nunca lo había tenido tan cerca, a menos de un metro. Cada 17 de marzo Natalia extraña esa cercanía, la mirada de Juan y la electricidad desbocada que se desató adentro de su cuerpo. Cierra los ojos. No sabe dónde está Juan ahora. Podría estar en la Patagonia, en el desierto del Sahara, o en su oficina en el piso 14 del edificio Milgram, pero ella lo ve a cincuenta centímetros de distancia cada vez que se repite esa fecha. Él sirve y degusta el vino. Ella está atenta al color que cubre los labios de Juan, como si un pincel depositara una delgada capa de tinte con cada sorbo. Llega la ensalada, una pasta con salsa roja exquisita y más vino. La conversación los acerca. Hay puntos de encuentro que jamás hubieran imaginado. Natalia los recuerda todos; él, algunos, vagamente, pero algo se rescata. Las dos, las dos y media, las tres. ¿Cómo detener el tiempo para seguir viéndose a los ojos? Unos ojos al principio esquivos, de dos o tres segundos, que poco a poco fueron ojos valientes, ojos heroicos que casi no parpadeaban, que sonreían. Al verlo a los ojos, sabía que sonreía. Miraba después su boca y esta lo confirmaba. Si al menos los segundos hubieran podido cabalgar más lento. Había tanto que decir. ¿De dónde? Tampoco lo sabían, pero las palabras y las ideas fluían, eran ríos y mares de palabras. Las cuatro, las cuatro y media. Y con las palabras y la premura del tiempo, los cuerpos se sintieron distintos: hervían, se imantaban.
Ese 17 de marzo las manos se acercaron. Natalia aún siente el roce lento de los dedos de Juan sobre su mano derecha. Lo curioso es que sintió ese recorrido por su mano en todo el cuerpo, y deseaba más. Pero eran las cinco y tenían que irse. La acompañó al auto. “¿Puedo darle un abrazo?”, preguntó Juan. La despedida duró lo suficiente. Él ha olvidado la fecha. Ella la celebra y no se la recuerda.