Una navidad inolvidable

Nerea Aceituno

Suena Nueva York, de Bad Gyal. La música llena el local, las luces parpadean y la multitud cada vez baila más desmelenada. El alcohol ya hace acto de presencia en la mayoría de los jóvenes y no tan jóvenes que, vestidos con sus trajes más elegantes, maquillados y peinados, llenan el local.

Esa noche, todo el mundo es feliz. Algunos han disfrutado de una alegre velada en familia, y otros han huido de la tristeza de lidiar con familias incompletas y con recuerdos dolorosos de unas navidades que ya nunca volverán a vivir. Algunos se conforman con que el próximo año les vaya tan bien como en el que está a punto de terminar, y otros desean que sus vidas cambien por completo (ya se sabe: “Año nuevo, vida nueva”).

 Pero para ello aún quedan unos días y, de momento, esa noche, todos son felices. 

 Todos… menos ella. ¿Se puede tener peor suerte? Estaba segura de que su novio no era completamente sincero con ella, pero no pensaba que fuese para tanto. Sin embargo, esta noche ha confirmado sus sospechas; solo ha hecho falta pedirle que fuese a por algo de beber y desbloquear su móvil. ¡Ni siquiera se ha dignado a borrar las conversaciones!

Ha decidido que no va a dejar que un gilipollas le amargue la noche, pero lo cierto es que se le han quitado las ganas de fiesta, y decide volver a casa ante de tiempo. Avisa a sus amigas, que intentan retenerla, y se despide. Sale de la discoteca y lejos lo ve, fumando. Echa a andar lo más rápido que puede, pero es demasiado tarde: él también la ha visto y corre hacia ella.

—¿Ya te vas? —No responde—. Venga, quédate un rato más.

Ella no se para; al contrario, intenta andar aún más rápido, pero con los tacones le resulta complicado.

 —¿Puedo acompañarte?

 —¡No! ¡Vete a la mierda! ¡Déjame en paz!

El chico frena. Al menos, hace algo bien esa noche y la deja irse sola, bajo el cielo oscuro, por las calles vacías.

Hay viento, y su melena se mueve revuelta, al ritmo de las copas de los árboles. Le parece oír unos pasos a su espalda; se gira. No ve a nadie. Habrá sido el viento de nuevo. Sigue caminando ligera, hasta que el sonido de los pasos se repite, y visualiza una sombra a lo lejos. El pánico se apodera de ella. Por un segundo piensa en la sugerencia del que hasta hace un rato ha sido su novio. Se niega a depender de él por miedo. Entonces, sigue caminando, latiéndole el corazón cada vez más rápido. Las luces que iluminan las calles, y que tanto le gustan, de pronto le parecen insuficientes. La oscuridad y el silencio hacen que el pavor que siente siga en aumento. Los pasos se acercan… No puede más. Se quita los tacones y corre descalza sobre el suelo frío. Pronto se cansa y cree que tendrá que parar en un par de metros, pero sigue corriendo. La adrenalina y el miedo la llevan a seguir adelante. Aunque no es suficiente. Unos pasos mucho más rápidos la siguen de cerca y, en una carrera que parece no molestarle, la sombra que la seguía la alcanza. No reacciona cuando la agarra por detrás y le tapa la boca. La guía hasta una casa cercana y, sin dejar que grite, la empuja hacia el interior. Vuelve a recordar los ojos del chico al que tanto ha querido, preguntando si podía acompañarla.     «Sí —piensa entre sollozos—. Puedes acompañarme».

Ya es demasiado tarde. Se desprecia a sí misma por pensar así, cansada de necesitar a un hombre. Cierra los ojos, llorando y, en esa Nochebuena que recordará siempre, siente cómo aquel individuo le arrebata la ropa y, con esta, la confianza, la seguridad y el corazón. Se resigna a soportar una tortura de la que es tarde para huir.

En la peor noche de su vida, se promete resistir, porque más vale hecha pedazos que depender de alguien que la deja a medias.