Tres malas decisiones
María Oñoro
Hoy me he levantado muy cansada; esta noche ha sido peor que otras. Siempre el mismo sueño, ¿nunca me dejará olvidar? Es mi mala conciencia: lo sé.
—Buenos días, Sofía ¡felicidades: hoy cumples noventa años! —exclamó la auxiliar del centro…
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—¡Buenos días, Sofía!, ¿hoy cumples diecisiete años? ¡Felicidades!
—Hola, Manolo. ¡Síííí, gracias!, ¿me das una hogaza de pan y esas magdalenas?
—Claro, ¿vas a casa?
— Primero, pasaré por la bodega a por vino.
—Ten cuidado: hay un extraño que merodea por los alrededores. Han desaparecido dos mozas de Pigón, el pueblo vecino.
—Tranquilo, sé cuidarme.
Como el día era muy caluroso y tenía tiempo, decidí tomar antes un baño en el lago. Solía ir a un lugar que solo yo conocía; pero, al aproximarme, escuché un chapoteo: había alguien ahí. Decidí ser prudente, y me escondí entre la crecida vegetación; estaba observando al intruso cuando tropecé con una rama y caí de bruces delante de él. Eso no fue lo más bochornoso: ese extraño estaba desnudo delante de mí, porque acababa de salir del agua.
Nunca había visto a un varón sin ropa; estaba avergonzada; no sabía a dónde dirigir mi mirada. El hombre (a todas luces, más experimentado en esas situaciones) se divertía mientras contemplaba mi turbación: estaba tan roja como los pimientos maduros.
—¿Puedo ayudarte? —Extendió su mano y me levantó sin esfuerzo; mi vestido se había manchado con barro—. Dámelo y lo lavo; se secará enseguida.
No sé por qué lo hice, pero lo hice; sin más, me lo quité: me quedé desnuda delante de ese hombre. Mi madre decía que me contaría «lo del acto» cuando me casara; lo poco que sabía era lo que me contaba Petra, mi prima (tres años mayor que yo), y la primera de nosotras en casarse. Pero yo no quería eso y pensé que, si ese extraño me preñaba, nadie querría cargar conmigo. Así, me podría ir de Ahogo.
—Eres muy atrevida; aunque… no pareces una fresca —apostó el extraño.
—¡Y no lo soy! Tengo mis motivos.
El hombre me envolvió entre sus brazos sin avisar y yo, aunque temblaba de miedo, no me amilané y continué adelante con mi plan. En contra de lo que esperaba, el desconocido me trató con dulzura y sin violencia. Me amó sin egoísmo y con tacto; yo me dejé llevar y le correspondí con naturalidad.
Aquella fue mi primera y mi última vez: él se llamaba Simón; tenía veintidós años y vivía lejos de allí. Estaba en Ahogo de paso; se dirigía a Pigón por negocios y quedó en que, a la vuelta, me buscaría para llevarme con él.
«¿Cambiar un marido por otro?», me dije; pero, a pesar de que él me gustaba, decidí no acompañarlo. Llegué a Ahogo a la carrera; entré sofocada a casa y llorando, con mi vestido desgarrado; me abracé a mi angustiada madre.
—¡Mamá, el extraño!, ¡está en el lago, se dirige a Pigón! Él me ha hecho esto —lamenté, entre fingidos sollozos.
—¡Malnacido! —Mi madre salió en busca de su marido y demás hombres, y marcharon armados para «dar caza» al violador: no habría juicio; así era la ley en mi aldea.
A la mañana siguiente, mi padre (junto a cinco vecinos más), llegó con un gran bulto que depositó en medio de la plaza del pueblo. Al descubrirlo, apareció el cuerpo sin vida de Simón; sus ojos (aún abiertos) carecían de brillo; aun así, me preguntaban con insistente incredulidad: «¿Por qué?». Esos ojos, que me visitan y me atormentan en mitad del sueño, son los que, desde entonces, me desvelan y me acompañan en cada amanecer.
Después de haber nacido mi hija (a la que entregaron a una buena familia), en la aldea se conoció la inocencia del desafortunado Simón. Me tomaron por loca y me ingresaron en un manicomio (del que nunca he salido), como castigo por mentirosa.
Tarde he comprendido que las malas decisiones (y más, si se toman desde el egoísmo), tienen graves consecuencias. Conseguí mis objetivos: no casarme y salir de Ahogo; pero no tuve en cuenta que las elecciones que tomé ese día arruinaron mi futuro, y lo peor: acabaron con la preciosa vida de un buen hombre.