Todo está en los libros, ¿o no?
Carmen Pérez
Hace veintitrés años, tres meses y veinte días que tengo el carnet de madre. Y ya para siempre. De hecho, la primera sensación que tuve cuando nació mi primer hijo fue la pérdida de independencia. Había dejado de ser solamente “yo”: ahora tenía una vida que dependía de mí, y yo de ella.
El camino de rosas, lo bonita que pintaban la maternidad, ese mundo ideal se me cayó de golpe y porrazo en el mismo momento en que salí del hospital. Creía que me había preparado a fondo; yo, que soy bastante perfeccionista, me había leído todas las revistas habidas y por haber: Ser padres, Crecer feliz, Ser madre hoy y, por supuesto, montones de libros que otras amigas, madres antes que yo, me habían ido prestando o recomendando. También cursos prenatales y de preparación al parto: hice dos de cada, por falta de uno. Vamos que iba a ser una madre de diez, qué digo de diez, ¡de matrícula de honor!
Pero la realidad se impuso a golpe de vómitos, pañales y llantos nocturnos. El niño consumía pecho a demanda porque, según el pediatra y todos los libros y revistas que había engullido, me habían dicho que era lo mejor del mundo. Así que, cada hora (como mucho, hora y media), esa criaturita chillaba reclamando su dosis de teta y allí estaba yo, ojera en ristre, bajándome el sujetador para cumplir con mi obligación de buena madre. Nada de salir con amigos, nada de cines ni de restaurantes; era imposible dejarle al cuidado de nadie.
Luego empezamos con las “itis” de variada índole: bronquiolitis, conjuntivitis, faringitis, gastroenteritis… Su padre y yo estábamos en la consulta del pediatra más que en nuestra propia casa. Y yo siempre salía con esa sombra de culpa sobre la cabeza: “Le habrás abrigado poco; es tan pequeño… Ha ido muy pronto a la guardería; tendría que haber pedido una excedencia”. Luego se sumaron multitud de noches sin dormir, pendiente de la fiebre, de si se destapa, de si tose, de si empeora. Las ojeras se convirtieron en parte de mi identidad durante más de un año y medio.
Dos embarazos frustrados siguieron a continuación; el segundo, bastante traumático pues, tras tres meses en cama, manteniendo un reposo absoluto que casi acaba conmigo, al final la nena se nos fue a las pocas horas de nacer. Me dejó tan consumida, física y mentalmente, que cerré con candado de siete llaves la posibilidad de volver a quedarme embarazada.
Afortunadamente, el dolor se diluye con el tiempo; poco a poco las llaves fueron cayendo y un buen día bajé la guardia; conscientemente, abrí el candado, y mi vientre volvió a convertirse en nido para que mi hija pudiera venir al mundo. Precisamente dieciocho junios se cumplen este próximo jueves, día veinticuatro.
Su crianza fue bastante más fácil, sobre todo porque yo tenía una experiencia que hizo todo más sencillo, con naturalidad y aplicando el sentido común; no hizo falta ninguna revista ni ningún libro. Pero una noche, cuando tenía apenas nueve meses, de repente empezó a llorar de una forma que no era normal. Gritaba más que lloraba. Dejamos al mayor al cuidado de una vecina y salimos corriendo a Urgencias. Nada más llegar, la niña dejó de llorar y, para sorpresa nuestra, mientras la doctora la exploraba, se reía y no parecía tener ningún problema. Nunca olvidaré la mirada de aquella mujer mientras me decía que las urgencias no estaban para sustos de madres primerizas. Insistí en que mi niña tenía algo, que ese llanto no había sido normal. Y que era mi segunda hija, que por favor la explorase de nuevo, pues algo le dolía en la parte baja del vientre. De muy malas maneras, la doctora mirando a mi marido con cara de qué pesada es su señora; volvió a palpar la tripita de mi niña. Entonces, al tocar en el lado izquierdo, la nena pegó un alarido y rompió a llorar de esa forma que, minutos antes, me había puesto los pelos de punta y encogido el estómago. Inmediatamente, la doctora ordenó una radiografía que dio como resultado una obstrucción intestinal. Por supuesto, me pidió disculpas y le puso un tratamiento que, tras unas horas en observación, hizo el efecto deseado y todo quedó, entonces sí, en un susto.
Desde ese momento, muchos días cuando la miro, me felicito por haber insistido tanto; pienso que quizá mi instinto evitó que hubiera empeorado, y mucho. Por eso hoy le dedico este relato para celebrar su mayoría de edad.