Somos, o no somos
J. Iñaki Rangil
Parecía que se habían adentrado en un cubículo bruno sin iluminación. Pocas noches resultaban tan oscuras como aquella. Les interesaba porque eso les facilitaría parte de la tarea: los secuestradores no los verían acercarse a la guarida, pero a la vez les iba a retrasar un buen rato. Conocían muy bien la zona (ahora bien: en la negrura no es lo mismo; ni siquiera las distancias parecen iguales). Diez pasos de día no son idénticos a los que se dan tras el ocaso sin luz; se acortan para evitar tropiezos.
En resumidas cuentas, debían rescatar a la mujer cautiva antes de que los raptores fuesen conscientes del operativo organizado. El azar se había aliado con ellos y jugaba a su favor realizando tal carambola como para averiguar el paradero de la víctima gracias a un confidente.
—¿Te imaginas la cara de sorpresa que van a poner cuando nos vean entrar a la cueva? —preguntó sonriente el agente Edorta.
—No eches a volar la imaginación antes de tiempo; piensa en la que pondríamos nosotros si nos estuvieran esperando cuando lo hagamos —sancionó el inspector Alex.
Mientras acudía el resto de recursos en camino, el operativo lo formaban ellos solos. Debían observar, no actuar, salvo extrema necesidad. Decidieron mantener esa ventaja, pese al riesgo para los dos policías. El efecto sorpresa les podía suponer un buen pronóstico en la conclusión de aquel raro secuestro.
Hacía dos días de la primera comunicación a la televisión local. Todos los mensajes habían sido a través de ese medio por contacto telefónico. Argumentaban tener retenida a una mujer como moneda de cambio para conseguir el cierre y demolición de una macrogranja porcina. Según los delincuentes, producía tal cantidad insana de elementos contaminantes, purinos que estaban echando a perder toda la fauna del río. Era una locura que semejante queja lícita se viese mezclada en aquella sinrazón. Claro está: la señora retenida era la esposa del dueño de la granja. Él, sin embargo, parecía más preocupado por el futuro de la factoría en esa coyuntura de posible cesión al chantaje. No se le apreciaba pesadumbre por el estado de su pareja. Incluso, en alguna ocasión, se le había escapado cierto desdén.
—Si tan bien está con esos ecologistas de medias tintas, por mí se puede quedar con sus secuestradores; seguro que son los mismos ─era una frase que repetía en distintos foros. Desde luego, no se lo veía compungido por su señora.
Edorta y Alex estaban frente al acceso al zulo. Les pareció un tanto extraño que no hubiese vigilancia de ningún tipo. Adentro se oía ruido, además de verse algún destello de luces. No cabía duda de la concurrencia de alguien en su interior. La incógnita a despejar era si sería lo que buscaban o se trataba de una broma de mal gusto. Fueron adentrándose hasta donde la prudencia se lo permitió. Era un buen observatorio desde el que podían hacerse una imagen diáfana de lo que acontecía frente a sus ojos, capaces de ver sin dificultad toda la acción de los personajes nuevos allí presentes. Se percataron enseguida de la inutilidad del resto del operativo que venía de camino, incluso de sus propias armas, que eran las únicas de aquel lugar. No existía incertidumbre al respecto. Delante se encontraban cuatro mujeres que conversaban muy amigablemente. Además, la voz cantante la ponía la mujer del despreocupado.
—Ese cerdo tiene que pagar a la sociedad el mal infringido. A mí me tiene abandonada del todo. No me hace caso cuando se lo recrimino. Encima, no le importa lo que contaminan sus “hermanos”, ni mira las consecuencias ni pone medios para evitarlo. Me contesta que bien me aprovecho del dinero sin mirar su procedencia. Él no es consciente de que su dinero sufraga los gastos de la asociación ecologista que protesta contra su acción ponzoñosa.
Tanto Edorta como Alex decidieron frenar el dispositivo, pues iban a hacer el ridículo por desproporción. Su dilema no era por quién tomar parte: eso lo tenían claro. Había existido delito por simular rapto; a ellos no les correspondía juzgar, pero simpatizaban con aquellas personas, no tanto con el otro desalmado capaz de llenar su bolsillo sin medir los daños, carente de escrúpulos.