Pares o nones

Antonio de la Red

Llevas toda la noche dando vueltas en la cama. Desde que viste su nombre en uno de los expedientes, no paras de dar vuelta a tus recuerdos de esos años. Marga duerme a tu lado con una respiración suave, ajena a tu inquietud.  “Es él, seguro”, te repites una y otra vez. ¿Y qué? Eso no va a cambiar tu decisión. Eres un profesional. Si sigues moviéndote, terminarás por despertarla, así que te incorporas. Buscas las zapatillas tanteando con los pies en el suelo hasta que sientes el  tacto suave de la lana. Los introduces en los huecos cálidos y caminas a tientas por la habitación sin hacer ruido. Cierras la puerta y enfilas por el pasillo hasta el salón. Las luces de la plaza crean una penumbra débil pero suficiente para que, a los pocos segundos, puedas distinguir perfectamente los muebles. Te acercas  al ventanal empañado y con la  mano abres un hueco en la vaharina del vidrio, suficiente para contemplar el perfil de los edificios iluminados. Sientes un escalofrío y te diriges a la cocina a prepararte algo caliente.  Hojeas una vez más su expediente. “Es bueno”, te dices. La titulación es de una universidad de prestigio, y los másteres se adecuan perfectamente a las necesidades del puesto de trabajo que busca la empresa. Miras la foto de nuevo. El mismo mentón duro, la misma mirada desafiante que te hacía agachar la cabeza cuando te pedía las monedas que tu madre te daba para el bocadillo. Contabas las monedas que llevabas en el bolsillo sin sacarlas. Si eran pares, te hacías la ilusión de que todo iría bien, de que ese día te dejaría en paz. No siempre acertabas, claro, pero esa manía de contar las monedas del bolsillo perdura. Cuando tienes que tomar una decisión difícil con algún candidato, cuentas las monedas que llevas en el bolsillo. Si  son impares, el candidato es aceptado. Lo peor era cuando te encerraban en el baño, te metían la cabeza bajo el grifo y te mojaban los pantalones para que pareciera que te habías orinado. ¡Qué vergüenza!

Marga aparece por la puerta con la bata a medio abotonar y te pregunta qué haces levantado tan temprano. Le cuentas lo del tipo de la entrevista, el último aspirante que te queda por entrevistar. Que lo conoces del colegio, lo que te hizo, que su currículum es el mejor de todos los aspirantes, que ha pasado mucho tiempo desde entonces, que seguramente haya cambiado. “Esos tipos no cambian —dice ella—; llevan la arrogancia en el talante, y eso les dura toda la vida”. Dices que no debes mezclar lo profesional con lo personal. Marga te mira condescendiente y te dice que eres un ingenuo, que los tipos así no merecen ninguna consideración. 

Se acerca la hora de la entrevista, y una ducha caliente te pondrá en forma; te vistes  y, antes de salir por la puerta, guardas en el bolsillo las llaves y un puñado de monedas que descansan en el cuenco del aparador. Guardas los currículos en el maletín y te vas caminando a la oficina, diez minutos a paso ligero, por calles que ahora comienzan a poblarse.

Avisas al secretario para que haga pasar al candidato, y aparece él en el umbral; su aspecto es algo más avejentado que en la foto: menos pelo, algunas ojeras mal disimuladas tras unas gafas de pasta y una sonrisa impostada que súbitamente se quiebra —te ha reconocido, sin duda—. Intentas parecer amable; le ruegas que se siente y le extiendes la mano. Él obedece, pero notas, en su mano blanda y en su gesto, la desconfianza y el desánimo. 

—Nos conocemos del colegio ¿verdad? —le dices intentando transmitir la sensación de que no lo recuerdas más que vagamente. Él esconde los ojos tras sus gafas y contesta con disimulo que cree que sí—.Tu currículo es excelente, creo que tienes posibilidades: tu perfil es adecuado para el puesto que buscamos —le dices, y notas que su rostro se destensa, que se siente a salvo.

Te cuenta que,  en la empresa en que trabajaba, hicieron una regulación de plantilla, lo despidieron y es difícil encontrar algo otra vez. Comienzas a hacer las preguntas que marca el protocolo de la entrevista, y él va contestando, indeciso al principio, pero tomando aplomo conforme vas preguntándole. Das por terminada la entrevista, te despides de él y le dices que en los próximos días tendrá noticias tuyas, que enviarás un e-mail a la dirección que figura en su currículo. Os dais la mano de nuevo. «Espero tu correo», te dice con aire satisfecho. Cierra la puerta al salir y  metes la mano en el bolsillo para contar las monedas que llevas allí. Siete. 

Te sientas ante el ordenador y comienzas a redactar los correos de respuesta a todos los candidatos. Casi has acabado; solo queda el suyo. Estás cansado; quieres estirar un poco las piernas y relajarte antes de terminar el trabajo.  Te acercas hasta la máquina de bebidas que hay en la planta de la oficina, introduces una moneda y esperas a que salga el agua caliente sobre la bolsita de té. Hueles el vaso antes de dar el primer sorbo. Vuelves al despacho y comienzas a redactar su  informe: «Estimado señor…». Te detienes un instante, introduces de nuevo la mano en el bolsillo y vuelves a contar las monedas. Seis. 

Cierras los ojos un instante y continúas redactando el correo.