Nuestro primer viaje juntos

Tamara Acosta

Elisa me fascinó desde el primer momento a pesar de las diferencias abismales que existían entre nosotros. Yo venía de una familia desestructurada, y los graves traumas infantiles me habían marcado de por vida. Subsistía gracias a la beca universitaria. En cambio, su vida siempre había sido fácil. Una niña bien que lo tenía todo. Me cautivó su alegría innata; todo en ella era luz. Ninguna sombra acechaba en su interior. En cambio, yo me sentía constantemente amenazado por la oscuridad de mis recuerdos, ansiosos por emerger. La primera experiencia apenas me gustó, pero me hizo olvidar. Yo era un viajero curioso, inexperto, deseoso de sentir en mi propia piel aquello de lo que tanto me habían hablado. Quería ver lugares desde otra perspectiva. Por unas horas, me trasladé a un mundo sin dolor donde mi espíritu se sentía libre. Noté en mi sangre esa mezcla de analgésico e hipnótico, típica de cuando descubres un nuevo país. Me sentía eufórico y sedado a la vez. Fue el único momento hasta entonces en el que conseguí dejar de sufrir. En el que conseguí olvidarme de mi padre. Le cogí el gusto y, sin darme cuenta, me volví adicto a esa sensación de no sentir dolor. 

Nos fuimos a vivir juntos al poco tiempo de habernos conocido, empujados por un entusiasmo frenético que no nos daba tregua. El fervor de un amor incondicional arrasó cualquier rastro de duda; nos amábamos sin condiciones. Sus padres nos pagaban el pequeño piso a cinco minutos de la facultad y, con trabajos a media jornada, lográbamos pagar los gastos. La felicidad se respiraba en cada rincón. 

El primer viaje juntos me pilló por sorpresa. Al principio intenté disuadirla, pero me suplicó que la llevase conmigo a ese lugar lleno de paz. Empujada por su propia rebeldía, necesitaba sentir algo que no controlasen sus padres, algo que lograse hacer por ella misma. No era capaz de negarle nada. Me insistió tanto en que “por una vez no pasaba nada”, que acabé pensando que era una buena idea. Tumbados en el sofá, sentimos que paseábamos por los canales de Venecia, vislumbramos el mismísimo Taj Mahal y nos adentramos en las pirámides de Egipto. El mundo era todo nuestro. Nos habíamos enganchado a esa experiencia de descubrir nuevos sitios, donde te sientes explorador, invencible, lejos de la realidad; y, sin darnos cuenta, nuestro continente se nos había quedado pequeño y necesitábamos cruzar todas las fronteras. 

Hasta pasado un tiempo no fuimos conscientes de que esa ilusión que habíamos creado comenzaba a desmoronarse. Elisa había perdido toda su luz. La belleza angelical había dado lugar a un rostro cenizo. Su cuerpo había alcanzado los 34 kilos de huesos y nervios. Sabía que la había perdido para siempre. Me habían negado la beca para el nuevo curso y nos echaron de nuestros respectivos trabajos. Hacía meses que nos alimentábamos solo de esos viajes que estaban destruyéndonos de forma lenta pero segura. Cuando no teníamos dinero para ponernos, Elisa suplicaba a sus padres, que la miraban con el corazón destrozado preguntándose qué era lo que habían hecho mal. Cuando no lo conseguía, me suplicaba que saliese a dar algún tirón de bolso o a robar carteras. 

La quería tanto que no podía negarme a darle lo que su cuerpo necesitaba, pues la abstinencia era mucho peor. Estaba atrapado en un callejón sin salida. Si no la transportaba, el dolor que sufriría sería desgarrador, y si lo hacía, el dolor era más plausible, pero con el mismo final. La amaba tanto que retrasaba el momento de la verdad, inyectándole una vez más ese veneno que había acabado con nosotros, con la leve esperanza de hacerla falsamente feliz. 

Nos quedamos totalmente solos, lo perdimos todo. Su familia, tras muchos intentos por ayudarnos, nos acabó dando de lado y dejaron de pagar nuestra casa, que se encontraba totalmente abandonada y convertida en un nido de agujas usadas. 

Supe que habíamos tocado fondo cuando pasé dos noches en los calabozos. La policía ya me tenía fichado. Cuando volví a casa, me encontré a Elisa inconsciente. En ese momento no vi otra salida. Necesitábamos un nuevo destino, esta vez más lejos que nunca, porque ningún lugar del planeta nos acogía ya en sus brazos. Con firmeza, sujeté la aguja bien cargada de esperanza y dejé que poco a poco la heroína nos transportara a un último viaje, sin billete de vuelta.