Luces de neón sobre el Panteón
Izaskun Arévalo
Era una tarde rojiza de un domingo otoñal. El viento soplaba levemente arrastrando las hojas naranjas de un lado a otro. El cementerio estaba en silencio, y una luz ocre bañaba todas las tumbas. Michael retozaba sobre una lápida polvorienta: había tenido una pesadilla en la que jóvenes con esmoquin lo perseguían por una avenida.
Todavía sentía un sudor viscoso que le abría su frente marchita y agujereada. Al haberse secado, se le habían caído los cinco dedos. Se puso a llorar desconsoladamente, pero ninguna lágrima asomó por sus oscuras cuencas: los muertos vivientes no lloran.
Nuestro zombi se había colado esa noche de luna llena en el cementerio de Glendal Forest Lawn, aullando como un lobo herido. Totalmente embriagado, se había tropezado con una tumba sin nombre, y allí se había quedado a dormir hasta el atardecer.
Los domingos, siempre había habido una triste romería en el ocaso del día en aquel camposanto anticuado y viejuno. Los muertos de rancio abolengo paseaban sus mejores galas y pedían baile a sus vecinas de panteón. Las fiambres de los nichos más baratos se sentaban a mirar, esperando a que las sacara a bailar alguien de la alta alcurnia, pero eso nunca pasaba. Llevaban lustros esperando cada domingo; nunca perdían la ilusión.
De repente, el zombi triste y manco escuchó música, y se transformó. Una sonrisa iluminó su cara y se puso a mover el esqueleto. Bailaba muy bien; empezó a animar el cotarro sacando a las zombis a bailar. Era un muerto viviente bien parecido, con una elegante vestimenta y con un saber estar envidiable. Tenía un aura que iluminó el lugar en seguida. Las risas enlatadas y los ruidos de huesos y de crujidos llenaron todos los rincones. Las flores nunca se marchitaban, y luces de neones iluminaban por las noches los muros de piedra y musgo. Aquel zombi era un verdadero showman. La felicidad se apoderó de ese viejo cementerio, hasta que, un aciago día, llegó ella…
Había muerto en extrañas circunstancias. Su blanco vestido de boda estaba bordado con hilos de plata y con botones de oro: era la Novia Cadáver. Michael se prendó de ella y la cortejó día y noche, pero ella no quería saber nada de zombis sin pasado, ni renombre. Era una No Viva muy snob y superficial y, aunque Michael poseía un alma sensible y artística, ella lo despreció una y otra vez.
Eso lo destrozó totalmente; perdió el apetito y la alegría de vivir. Los neones se apagaron, las flores se marchitaron, y las chicas fiambre siguieron esperando bajo los panteones de granito rosáceo. Michael paseaba su pena por doquier; intentaba llorar por las esquinas, pero las lágrimas no le salían. Se había enamorado como un loco y, para más inri, ella se había enrollado con un zombi rechoncho y de tupé engominado. Los celos y las pesadillas le minaron su ya delicada salud y durante una temporada no se movió de la tumba sin nombre.
Los zombis más viejos del lugar se juntaron para discutir del tema; el cementerio ya no era lo mismo sin su alegría: tenían que hacer algo. Entonces, a uno de ellos, un viejo chamán, se le ocurrió darle una pócima que todavía guardaba en sus bolsillos. Dormiría durante siete días y siete noches y, al despertar, recordaría su identidad.
Michael tomó el brebaje. Se durmió en su polvorienta tumba y, al final de siete viejas lunas, despertó gritando una palabra: «¡¡Thrilleeeeeeer!!».
De repente, soltó una risotada maléfica e hizo un giro sobre sí mismo, quitándose un sombrero imaginario y llevando su mano amputada a su miembro antiguamente viril. Por supuesto que se acordaba de su nombre: era el zombi más famoso del mundo, Michael Jackson. El único e inigualable.
De repente, el cementerio estalló de alegría; nadie sabía de su ilustre pasado. La Novia Cadáver se le acercó con una sonrisa bobalicona. Se había enterado de la buena nueva y venía a pedir su no mano. Michael la miró muy serio y le dijo: “Quédate con tu Elvis, que yo me llevo a esa rubia de vaporoso vestido al viento, que me está guiñando con su cuenca infinita”.
Se oyeron risotadas, y la noche cubrió el cementerio. Nada serio… ¡¡¡Ja, ja, jaaa, ja, jaaaaaaa!!!