Los zapatos rojos
Gonzalo Tessainer
Cuando rasgaste el papel que envolvía el regalo que te hizo tu madre por tu octavo cumpleaños y viste lo que era, se te iluminó la cara. Eran unos zapatos rojos de charol, los mismos que deseabas tener desde hacía muchos meses. No solo estabas contenta por deshacerte de tu viejo calzado, sino que estos nuevos te hicieron sentir más cerca del sueño que tenías.
—¡Me encantan! ¿Cómo sabías que eran los que quería? —preguntaste a tu madre.
—Me lo dijo un pajarito —respondió con una sonrisa.
Te los pusiste y comenzaste a bailar en el salón.
—¡Para! ¡Para! ¡Te vas a marear como sigas dando tantas vueltas!
—¡Es que quiero ser bailarina! ¿Podré serlo de mayor?
—¡Si sigues practicando así, conseguirás ser una bailarina de fama mundial!
La alegría y emoción de aquel día gris en Varsovia contrastaron con el desconcierto y miedo imperantes de su noche. Unos hombres con uniforme negro os despertaron aporreando la puerta de vuestra casa.
—¡Cariño, vístete y ayúdame a meter algo de ropa en esta bolsa! —dijo tu madre.
Pero lo único de lo que tuviste tiempo fue de ponerte tus zapatos nuevos. A esos hombres no les importó que estuvieras en camisón y, entre gritos coléricos, hicieron que os subierais a un vagón de tren lleno de mujeres y niñas. No soltaste la mano de tu madre en ningún momento y, aunque estabas asustada, sentir su piel te ofrecía seguridad. Ese viaje se caracterizó por la oscuridad, los llantos desesperados de tus compañeras de vagón y los numerosos besos que dio tu madre a esa mano que evitaba soltar.
Cuando el tren llegó a su destino y se abrieron las puertas, la claridad te hizo daño a la vista. Al cabo de unos segundos, tus ojos se volvieron a acostumbrar a la luz, y otros hombres, también con uniforme negro y con cara de enfado, os ordenaron que os pusierais en fila. A lo lejos viste a un señor con una bata blanca que miraba fijamente a las mujeres, y los movimientos de sus manos hacían que algunas permanecieran en la fila y otras, la mayoría, que subieran de nuevo al tren. Ninguna de las niñas volvió a montarse en los vagones.
—Recordad que, de aquí, los niños solo salen por la chimenea —dispuso el hombre de bata blanca a uno de sus compañeros.
Asustada, miraste a tu madre. Ella soltó tu mano y un hombre de negro la separó de ti.
—¡No tengas miedo! ¡Haz caso a todo lo que te digan! ¡Seguro que en un rato volvemos a estar juntas! —alzó su voz mientras la obligaban a subir al tren. Fueron las últimas palabras que escuchaste de ella.
Unos gritos ordenaron que os pusierais a andar y con pasos torpes llegasteis a un edificio que estaba al lado de otro con una gran chimenea.
—¡Desnudaos! ¡Os vamos a duchar, que estáis muy sucias! —ordenó otro señor uniformado, que también parecía estar enfadado.
Esa idea te gustó y, escondiendo tus zapatos bajo el camisón que llevabas para que nadie te los quitara, entraste en una sala cuyo suelo estaba muy frío. Cuando cerraron la puerta y las luces se apagaron, empezaste a sentirte muy cansada. Cerraste los ojos, te dormiste y soñaste que bailabas sobre el escenario de un teatro abarrotado de gente. Todos te aplaudían y, entre la multitud, apareció tu madre para darte un abrazo y susurrarte:
—¿Lo ves? ¡Todo el mundo admira lo bien que bailas!
—¡No me has mentido, mamá! —respondiste—. ¡Soy famosa y volvemos a estar juntas!
Aunque la realidad, pequeña bailarina, fue muy distinta a tu sueño.
Hoy en día, en una sala de aquel lugar en el que las ilusiones de tantos inocentes fueron frustradas, está expuesta una montaña de zapatos infantiles. De todos ellos destaca un par de color rojo, cuya dueña baila sin cesar en los corazones de las personas que, con lágrimas en los ojos, se imaginan a la pequeña que los llevó puestos. Esa niña eres tú, la poseedora de una fama anónima que durará por muchos años para que el hombre no olvide la crueldad que puede llegar a alcanzar el ser humano.