La llamada del instinto
Cristi Moro
“—
Con cien cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela,
un velero bergantín,
bajel pirata que llaman
por su bravura, el temido
en todo el mar conocido
del uno al otro confín.
(José Luis de Espronceda)
La piratería existe desde que el hombre empezó a navegar. La Edad de Oro fue en los siglos xvii y xviii. Han sido llamados piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros. Todos ellos se dedicaban a comerciar y a matar. Unos iban de modo libre: no dependían de nadie, y otros dependían de gobiernos. Estaban respaldados por ellos, hiciesen la fechoría que hiciesen.
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En un mar embravecido, lejos de aquí y lejos de allá, se encontraba una embarcación. Habían pasado a la deriva un día entero y una noche. Estaban exhaustos. No podían más, sin agua y sin comida. El barco estaba desvencijado. Arribaron a una playa; se dejaron caer en la arena.
No se sabe cuánto tiempo pasó hasta que, poco a poco, fueron despertando, y recuperando fuerzas. Oyeron unos chillidos y se asustaron. ¿A quién pertenecían esos gritos? Se miraron unos a otros; tenían que ver qué estaba sucediendo (entre otras cosas, por su propia seguridad y, por otra parte, para saber a qué se tenían que enfrentar).
Se adentraron en la vegetación: era muy abundante. Con sigilo se acercaron adonde se oían los gritos y los cánticos. Cuál fue su sorpresa al ver a unos indígenas frente a una estatua enorme. Ofrecían un sacrificio humano a su dios.
Había, en una piedra plana, una chica muy joven. Gritaba sin cesar; estaba claro que no estaba de acuerdo con ese ritual. Poco a poco, los indígenas se fueron, y la dejaron allí, atada de pies y manos.
Los piratas esperaron a que se alejaran los indígenas; se acercaron a la chica y le desataron las manos y los pies. Le preguntaron:
⎯ ¿Cómo estás? ¿Por qué te han hecho esto?
La chica, con algo de dificultad, les contestó:
⎯ Me llamo Yanira, y conozco vuestro idioma. Me lo enseñó un misionero, que vino hace unos años. Me habéis salvado de una muerte segura. Le ofrecen al dios, cada cierto tiempo, un sacrificio. Tiene que ser una virgen, y este año me ha tocado a mí. ¿Qué hacéis vosotros aquí?
⎯Hemos naufragado. Íbamos en busca del tesoro escondido de Pirata Barba Negra. Según el mapa, estaba en una isla del pacífico. Se llama Samoa.
⎯Estáis de enhorabuena: esta es la isla. Como me habéis ayudado, ahora seré yo quien os guíe. Enseñadme el mapa. —El capitán sacó la piel donde estaba dibujado el mapa, y se lo mostró. La chica lo miró atentamente. Le dio unas cuantas vueltas, hasta encontrar la situación correcta, y les dijo—: No está lejos de aquí. Hay que andar un poco, antes de situarnos en lugar preciso. Y, a partir de ahí, es cosa vuestra.
Se pusieron muy contentos: estaban en la dirección correcta. Siguieron adelante, y por fin llegaron al punto de partida. A partir de allí tenían que contar cien pasos, torcer a la izquierda. Y veinte pasos más. Cuando llegaron, consultaron el mapa y vieron justamente ahí un árbol que era el que indicaba dónde estaba el tesoro.
Se pusieron a cavar. Se iban turnando para llegar al tesoro, y hacerlo más rápido; al cabo de unas horas, tropezaron con algo duro. Lo habían conseguido: lo sacaron y, al abrirlo, cuál fue su sorpresa al ver un cofre lleno de monedas de oro y joyas.
Una vez que se tranquilizaron y descansaron un poco, decidieron ir a ver si encontraban el barco para poder repararlo y seguir su viaje de vuelta, y así lo hicieron. Recorrieron un buen tramo de la playa, mirando a todos los lados, buscando los restos de la embarcación.
Al final lo consiguieron. Cuando se iban a poner en marcha, se reunieron todos los piratas y todos coincidieron: tenían que llevarse con ellos a Yanira pues, si la dejaban en la isla, su final sería trágico. Y, además, los había ayudado en todo, por lo cual le estaban muy agradecidos.
Así, se dispusieron a surcar los mares hasta llegar a su destino.