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Lo vi venir

Ana Patricia Martínez

¡Soy el hombre más feliz del mundo! exclamó el psicoterapeuta de treinta y dos años al llegar a su consultorio.

 ¿Lo dices por la chica con la que has estado saliendo apenas hace un mes? preguntó intrigado su colega del consultorio de terapia.

Claro, por esa belleza castaña de ojos verdes. Compaginamos de una forma irreal desde que nos conocimos. Es tierna, seductora, amorosa, en fin: perfecta Prosiguió Román un tanto exaltado.

Había conocido a Chris en un bar un poco pasada de copas. Sabía que ese no era buen lugar para entablar una relación seria. De los bares sacaba aventuras de una sola noche. Pero ella le contó que sus amigas la habían obligado a acudir ahí y a tomar, enternecido bajó totalmente la guardia y se dejó envolver por su encanto.

Eran almas gemelas, tenían los mismos intereses, gustos y hobbies. Se veían a diario y podían hablar de cualquier tema abiertamente. Se divertían, se reían, el sexo era casi tántrico. 

Estoy pensando en casarme con ella dijo asombrándose a sí mismo.

¿Tú, el incasable? Te desconozco y sé que te estás precipitando. Me extraña que pases por alto todo lo aprendido en la carrera y en los diez años de terapia de pareja, la cual es tu especialidad.

Has escuchado tantas historias que comenzaron igual y terminaron siendo como películas de terror. Sabes que es muy pronto para que ambos estén enamorados y que, si así fuera, es mejor dejar pasar esa etapa para que cuando veas sus defectos y ella los tuyos ya decidan amarse con plena conciencia y con los ojos abiertos. No te precipites y disfruta un tiempo fue el consejo del experto amigo.

Un mes después se encontraban cenando en un lugar de moda y Román dejó sola a la bella muchacha para ir por su celular que había olvidado en el auto. Tendría que pedirlo al chofer del valet parking. Sabiendo que tardaría unos quince minutos Chris le coqueteó al vecino de mesa que era un señor maduro y adinerado que estaba con amigos. El hombre se levantó y le pidió el número de su celular y ella se lo dio sonriendo traviesa. Sabía que la habían visto con su novio.

Román llegó trayendo un lindo ramo de rosas. El olvido del celular había sido un pretexto. Lo besó agradecida y continuaron cenando hasta que el enamorado joven descubrió sonrisas de complicidad entre su amada y el señor.

Primero se negó a creer lo que sus ojos veían después sintió que un estremecimiento lo recorría de la cabeza a los pies. No podía ser cierto, ella lo amaba. Además, siempre había hablado muy mal de la infidelidad, hasta le había advertido que ella no aceptaría ningún desliz. Una vez le hizo una tremenda escena de celos sólo porque pensó que miraba a otra mujer pasar.

Pero era demasiado obvio, el joven pidió la cuenta y, molesto, la llevó a su casa. Ella trataba de minimizar y hacerlo sentir equivocado, confundido.  Fingiendo enojo, azotó la puerta del auto.

Román pasó una terrible noche, dando vueltas en la cama. Dormitando a ratos. Soñando con su hogar y su familia. Dónde él ponía todo su empeño y protección. Pero ella lo despedía por la ventana para, al rato, salir muy arreglada a encontrarse con un amante. Nunca contestaba sus llamadas a la primera, se las devolvía un rato después. A veces era igual de amorosa que al principio, pero otras era fría y déspota y lo manipulaba para que ni siquiera se atreviera a preguntarle a dónde iba o con quién. Lo hacía sentir como un enfermo de celos paranoico. Mantenía su teléfono bloqueado, lo dejaba volteado hacia abajo y en silencio. Se metía horas al baño a chatear.

En el sueño era egoísta y narcisista. Gastaba mucho en su arreglo. Aparecía con regalos caros diciendo que se los daba una amiga rica. Él sufría por no querer destruir a su familia. Trataba de creerle cuando ella le hacía gaslighting. Vivía confundido tratando de aferrarse al recuerdo del love bombing inicial. 

Despertó sudando, su experiencia le mostró el futuro. Nunca la volvió a buscar.

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