La redención de Beto

Roy Carvajal

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El jugo de los mangos maduros chorreaba hasta por los codos. ¡Qué emocionante era robar mangos y aguacates en la finca de tío Fernando!

Mi niñez entre sus cosechas fue maravillosa. Me daba fastidio bajar al pueblo para ir a la escuela y encontrarme con esos niños pedantes. 

—¿Qué me ves?—Le dije un día al hijo de tío Fernando. Señaló mis pies mugrientos. Luego los suyos.

—Mira, Betillo, ¡me los trajo papi de su viaje! —Dijo fuerte como para que el pueblo entero se regocijara por sus zapatos nuevos. 

No me lo bajaba ni con aceite y aunque el engreído era un par de años mayor que yo, le acomodé mi puño entre los dientes.

Un día fui a comprar leche y tortillas al abastecedor y me lo encontré de nuevo. Chupaba de un cilindro de cartón unos pinolillos azucarados en polvo, de esos que traían figurillas plásticas de premio. 

—¡Fee-fifo-fabee! —dijeron sus labios resecos.

—Sí, debe saber rico. ¡Ojalá que te atragantes!

Comenzó a toser y a golpearse el pecho. Su cara se puso como rábano. «¿Será que el imbécil se tragó la figurilla?»—pensé con satisfacción. 

Me dio pena y le acerqué la botella de leche. Bebió casi todo, hasta que se le aplacó la tosedera.

—¡Gracias, primo! —dijo ronquetas y con los ojos salidos.

Ni me inmuté. Y continuó:

—Betillo, ¿quieres ir a jugar fútbol a la plaza? 

—Mmm, ya no me gusta. Es que la otra vez estaba de portero y me doblaron la nariz de un bolazo. Además voy donde mi tata, si no le llevo la leche y las tortillas me agarra a fajazos. Y ahí lo dejé, con su pinolillo. 

Aquel día terminé con el culo rojo. Yo vivía con papá y mi hermana mayor. Mamá había muerto cuando cumplí seis años. Papá descargaba su pena en mí. ¡Cómo duele el recuerdo de esa faja de cuero crudo azotada en las puras nalgas!

Conforme crecía, anhelaba convertirme en sacerdote. Me admiraba el hecho de que los curitas no tenían que trabajar. Se paseaban de casa en casa con una estatua de la Virgen del Socorro, y por cada rezo, borrachera con ginebra y pollo gratis. Nada de azotes ni ayunos. Pero en los años cuarenta la iglesia ponía muchas trabas. No querían mantener al huerfanito cuyo padre gastaba dinerales con su novia cubana. Ni al ricachón de tío Fernando le importaba un comino. ¿Qué le costaba regalarle los cochinos zapatos usados al sobrinito?

Salí de secundaria y con la ayuda de mi hermana, ahora mantenida por su esposo, gané una beca del Magisterio Nacional. Así me gradué como maestro de primaria. Como aquellos curas nunca me aceptaron en el seminario… los mandé a la verga. 

Me casé con una maestra de religión con la que criamos un varoncito. Pero me pasaba quejando por un destino que nunca quise. Mi hijo dejó la universidad. Luego vino el matrimonio. Hace décadas que se fue de casa. Ahora vuelve divorciado y con dos hijas necias a visitarme los domingos. Ayer trajeron aguacates y mangos que me gustaban. ¿De la finca? 

Ese día soplaba ochenta y tantas velas… ¡pastel con lustre de cacao! Me relamí los bigotes del gusto. ¡Sentí la emoción! Un espasmo en mi pecho.



Hace unos minutos dejé de respirar. Los miro desde lo alto. Esas nietecitas no eran tan fastidiosas… ¿lloran por mí? Mi vieja pasaba tanto tiempo viendo la misa por tele, que parece una Magdalena por como abraza mi cuerpo agarrotado. Reconozco ese llanto, la hice sufrir y aguantar mis quejas. Se vive día con día… se muere una vez. 

Extrañaré a esos curitas, a mi hermana, a papá y sus fajazos, a la finca de tío Fernando y también a mi primo. Ahora estoy fuera de ese inútil saco de huesos. Mi alma es libre. Por fin. Elegiré reencarnar como capellán. En algún monasterio cultivaré una huertecita, pero esta vez calzaré unos buenos zapatos. O unas botas. Ni la pobreza ni la humildad me hicieron santo. Nada de robarle mangos al prójimo. Ningún rencor. En el Vaticano estaré bien. Con mi devoción ascenderé a cardenal y seré aquel sacerdote que siempre quise ser. Mi propio cielo.