La historia interminable

Vanesa López

—Hijo mío, se me acaba el tiempo y no podré terminar el libro al que tanto esfuerzo he dedicado. Apenas le falta nada, un empujoncito…

—¿Ya estás con el maldito libro? ¿No te das cuenta de que te ha robado los últimos años de tu vida, tu salud, tu tiempo…?

—Escúchame, hijo…

—No quiero saber nada… Mamá tenía razón: ese libro ha acabado contigo.

—Escúchame, por favor…

—Si es sobre el libro, no quiero saberlo.

—Tu abuela lo dejó en mis manos, y…

Antonio suspiró recordando vagamente a la madre de su padre, una señora que pasó casi toda su vida escribiendo; como su padre y él mismo.

—Nunca me has contado qué le pasó…

—Ya no tiene importancia —dijo el padre suspirando—. Escúchame, Antonio… Solo te pido que leas una página cualquiera, la que sea… Solo eso.

 

Unos días después del entierro Antonio se sentó ante el portátil y abrió el documento con el manuscrito de su padre… De su padre y de su abuela, y quizá de algún antepasado más. Eligió una página al azar. Cuando terminó de leerla su corazón latía acelerado. ¿Qué era aquello? Se quedó unos minutos perplejo ante la pantalla. Como escritor y lector empedernido no le quedó otra opción que leerlo entero.

Lo devoró sin detenerse ni un momento. Al terminar lo embargó el éxtasis: era la historia perfecta, la que siempre habría deseado leer o escribir; solo había algo que no acababa de encajar… Le faltaba un pequeño empujón, un toque aquí y allá… Apenas un par de días de trabajo, incluso menos.

Empezó a escribir entusiasmado. Las ideas brotaban una tras otra con extrema fluidez.

 

Verónica lo abrazó por detrás.

—Mi vida, ¿hoy no cenas?

—Emm… ¿Cenar? —Antonio miró a su alrededor y se sorprendió de que ya hubiera anochecido.

—No quería molestarte, te veía tan concentrado… ¿En qué estás trabajando?

—¿Te acuerdas del libro de mi padre?

—¿En el que trabajó estos últimos años?

—Sí, ese mismo. He decidido terminarlo, es maravilloso.

—¿Puedo leerlo?

—Antes quisiera acabar de pulirlo. Se merece que lo leas cuando esté listo.

—Como quieras… Entonces ¿vienes a cenar?

—No tengo hambre, prefiero seguir escribiendo. No tardaré demasiado.

—Muy bien —contestó Verónica, y antes de salir del despacho le dio un beso en la mejilla. Lo comprendía, ella también se quedaba abstraída por la escritura.

 

Pasó más de una semana y Verónica empezó a preocuparse por Antonio: pasaba todo el tiempo escribiendo sin apenas dormir o comer, y se le veía demacrado; pero lo peor es que ya empezaba a oler muy mal por la falta de higiene.

—Vale, se acabó. Ahora mismo apagas el ordenador, te pegas una ducha, comes algo y te acuestas a descansar.

Antonio remugó un poco, pero obedeció.

Apagó el ordenador y se fue a la ducha. Luego se comió un sándwich y se acostó. Realmente estaba agotado.

Intentó relajarse, pero no consiguió dejar de pensar en el libro. Tras una hora en la cama dando vueltas decidió volver a levantarse para terminarlo. Total, apenas quedaba nada…

 

Pasaron los meses y su salud se resintió mucho.

Verónica dio por perdida la batalla y se marchó a vivir un tiempo con sus padres, pero esto no afectó a Antonio: estaba convencido de que valdría la pena. Cuando al fin terminara «la novela perfecta» todo se arreglaría. Ella también era escritora y en cuanto la leyera comprendería.

 

Cuando Verónica apareció en casa preocupada por la ausencia de noticias de él, lo encontró muerto ante la pantalla del ordenador. Su cuerpo y su rostro estaban tan consumidos que nada quedaba ya del hombre amado.

 

Dos semanas después del funeral encendió el portátil de él dispuesta a rescatar algunos de sus textos. En pantalla apareció aún abierto el archivo del libro en el que Antonio había arrojado su último aliento. Enfurecida, se dispuso a borrarlo, pero una frase captó su atención y sin darse cuenta siguió leyendo una frase tras otra.

Cuando llegó al final no podía creerlo: sin duda era la historia que siempre habría deseado escribir o leer; tan solo le faltaba un pequeño empujón, un retoque aquí y allá, para ser perfecta…