Melodía olímpica
Iván López
Si uno realmente se sentara y viera la feroz competencia, se daría cuenta de cuan fina es la línea entre conseguir un metal, o quedase en la orilla. El problema es ese, que no nos sentamos a ver ni madres.
Ah, pero como lo deseamos, como anhelamos con fervor esas notas, esa preciosa melodía nacional. Porque ese es el máximo, la mayor aspiración y el mayor objeto de deseo para los deportistas y para nosotros los benditos, y supuestos, aficionados.
Cada cuatro años se espera que por lo menos una vez se escuche el himno nacional mexicano en alguna premiación. Pero llevamos doce años esperando desde la última vez, Londres 2012.
O por lo menos eso es lo que uno lee, lo que uno escucha o recuerda. No lo que uno ve porque eso (como ya dije) no lo sabemos hacer. La verdad es que no hace falta que un atleta de nuestra tierra se erija en lo más alto del podio y gane la presea dorada y haga sonar el tan ansiado himno en la premiación, no es necesario que se cuelgue el oro y abarrote los titulares al día siguiente en cada puesto de periódicos. No se necesita nada de eso porque la melodía, que todos hemos cantado alguna vez, ya suena con fuerza. Y lo hace cada cuatro años sin ocultarse a aquellos que deciden escucharla. Porque nuestro himno ya sonó en Paris 2024, y lo hizo con en el bronce que consiguieron las arqueras mexicanas, con la primer plata en Judo para nuestro país que se ganó Prisca, con la otra plata de los clavadistas Osmar y Juan. Incluso sonó acompañado de las olas que surfeó Alan Cleland, aunque no le valieran medalla. Sonó con más potencian y a pesar de la caída que sufrió nuestra gimnasta Alexa Moreno. En realidad, nuestro himno ha sonado cada día desde la inauguración de París 2024. Solo es cuestión de sentarse en silencio y apreciar, así la melodía llegará por su cuenta.
Y no se trata de conformismo o mediocridad, no señor. El asunto está en dimensionar el coraje que tienen estos atletas y comprender el tamaño de hazaña que se están mandando. Porque no podemos ser tan imprudentes y cuestionar, mucho menos atacar y criticar desde nuestro cómodo sillón. No podemos cometer ese error e ignorar el trasfondo de nuestros atletas, lo que sacrificaron para llegar a París. Es imperdonable ignorar hechos tan tristes como que muchos no pueden dedicarse totalmente a su disciplina pues no les resulta viable.
Si comprendiéramos una pizca de todo eso, entonces no sentiríamos otra cosa que no fuese orgullo, discerniríamos el mérito enorme que tiene su desempeño y escucharíamos esa hermosa melodía nacional en cada una de sus competencias.
No les exigiríamos el oro siempre y a toda costa porque es una insensatez exigir esa excelencia que ni a nuestros mandatorios hemos exigido. Esos mandatorios que son grandes responsables de nuestra sequía deportiva, junto con nosotros y nuestra nula cultura del deporte.
Eso puede cambiar de a poco, solo basta con sentarse en silencio y mirar; contemplar la belleza del deporte. Observar con detenimiento y con gozo la fugaz trayectoria de nuestras flechas mexicanas, la sincronización y elegancia de los clavadistas aztecas, la técnica y la fuerza en los movimientos de nuestra judoca nacional, o el pundonor y la potencia en los golpes de nuestro boxeador Verde. Todas estas actuaciones que se acercan a la perfección y que rozan las actuaciones de los otros deportistas. Las diferencias entre llevarse el oro o irse con las manos vacías son apenas perceptibles para el ojo humano. Cuando uno las nota, entonces escucha y disfruta del himno nacional retumbando en cada presentación del deportista mexicano, sin importar el metal de la medalla o incluso si se ha colgado alguna.