Invitación a un asado uruguayo

Darwin Redelico

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Silencio. 

Hagamos silencio. 

Y ahora seamos invisibles. Invisibles y silenciosos.

También curiosos. Porque vamos a espiar una reunión. No cualquiera. Más bien un ceremonial, casi religioso. Un ritual. Una eterna recreación de la última cena que los apóstoles representan una y otra vez. 

Sus orígenes se remontan a unos doscientos años. Cuando en este rincón perdido del Cono Sur, pastaban las vacas a placer. Su carne suave atraía a los ingleses. Pero éstos solo se llevaban la mejor y desechaban los peores cortes. Estas sobras eran aprovechadas por los criollos pobres quienes las calentaban al fuego de leña de árboles caídos.

Ese desperdicio pasó a ser el menú de los gauchos, luego de los obreros humildes y fue ascendiendo en la escala hasta ser la carta de presentación culinaria de un pueblo: me refiero al asado.

Y el asado le prestó el nombre a este fenómeno social, cultural y antropológico. Así no haya carne de ese nombre.

Ahora sí, nos internamos en la intimidad de este culto. Uno muy especial en este caso, pues solo hay hombres. 

Lo que primero nos atrae es una imagen hipnótica, mágica, que no deja de retrotraernos a los momentos más primigenios de nuestra civilización. Nos sentimos imantados e invocados por el fuego. Tan protagonista como el mismo alimento. 

Hacer una buena fogata es todo es arte y manos expertas se necesitan. El secreto está en elegir una buena leña de monte, no cualquiera. Luego la disposición obedece a una receta que dominan los avezados: abajo las más chicas e incendiarias, arriba las más grandes y el trafoguero protector. Sin un fuego potente y seductor la reunión carece de alma. 

Lo domina el personaje más importante: el asador. Es el maestro de ceremonia, el cocinero, el patriarca, el Hefesto, el “alfa”. Reticente a entrar en la diversión, concentrado y consciente de su tarea, con gesto adusto observa a su clan quien comerá de su mano. En su tarea de páter familia nadie se atreverá a intervenir, sugerir o criticar. 

La vedette que desde temprano va cautivando a todos y parece invitarles con su sola presencia a hundirse en el pecado: la parrilla. Encima de una cama herrumbrosa (sobre las ardientes brasas) descansa la tan deseada carne: roja, brillante, pulposa, sanguínea, grasosa. Cuanta más mejor. Pues es de hombres de bien no saciarse nunca de todas esas entrañas provenientes de cualquier (si, de cualquier) parte de la vaca. 

La reunión se anima, se mezclan los olores de la carne quemada con la leña y el humo. Se escucha el crepitar de los troncos con los choques de copas y las carcajadas. 

¿Pero a quien más vemos? Al cantinero. Es de hombres de bien mostrar una capacidad ilimitada para absorber todo tipo y variedad de bebidas que rieguen con alcohol tan abundante banquete. El cantinero es servicial, simpático, carismático. Aunque no acepta un “no” por respuesta y siempre está dispuesto a llenar los cálices.

No debe faltar el bufón. Es el alma de la fiesta, el de los chistes constantes, tanto mejor si son alimentados con temáticas misóginas, clasistas o racistas (dependiendo de la concurrencia). Antes del remate emite una estruendosa risotada, adula a los patriarcas y si es necesario, a costa del más callado y tímido.

Si nos trasladamos a un rincón vemos a un cuarteto que está ensimismado en algo: juegan a las cartas. Son los competitivos. El truco es tradicional de estas tierras y tanto nos identifica que para ganar se necesita dos “virtudes”: saber mentir y tener suerte. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Es de hombres de bien saber engañar y medirse con otros.

Otro grupo está ocupando el centro. Están de pie, gritan, ríen, bromean. Son los intelectuales. Hacen poco y alaban a los demás. Los escuchamos: fútbol, mujeres (ajenas), política, negocios. Es de hombres de bien no hablar de su familia. 

Los serviciales repartidores distribuyen los platos con la carne cortada, se come con las manos y de pie. Mucho pan, quesos y fiambres engrosan la orgía gastronómica. En esta improvisada democracia el más encumbrado puede servir al más humilde.

Pero alguien faltó. Afortunadamente. Pues su sola presencia traería consigo la pérdida de la magia, del encanto, del disfrute en sí mismo. El gran ausente es el tiempo. El ritual finaliza …. cuando finaliza. Es de hombres de bien no dejarse tiranizar por el reloj.

¿Les apetece hacernos visibles y unirnos a la pompa?