Invertir para avanzar

María Luisa Rocha

La playa no es uno de sus lugares favoritos. Siempre ha sentido un especial respeto y, hasta podría decirse, temor por el mar. Piensa que ese temor está relacionado con aquel incidente de su adolescencia en el que estuvo a punto de ahogarse en la alberca. Comparar ese episodio con la inmensidad del océano, sin duda,  tiene un larguísimo trecho. 

 

En contra de todos los pronósticos o quizás por los mismos, esta vez se dispuso a que sus vacaciones fueran en el mar.  Había sido un año de grandes retos, de dolorosos aprendizajes y quería enfrentar  el cierre anual con un acto de reflexión profunda, consigo misma  y en un entorno nada cómodo. Estaba lista para   encontrarse o perderse de una vez por todas.

 

Al conversar con su familia sobre el viaje,  se dio paso a un ambiente de buena  vibra, que le hizo pensar que  había tomado una buena decisión. Todo se organizó  meses antes. Los nervios de la felicidad ante la cercanía de la fecha de partida le provocaban mariposas en el estómago, algo que no recordaba haber sentido en los últimos tiempos.

 

En el fondo de su corazón, ella sabía que este viaje era el inicio de muchos cambios que empezaría a experimentar. «Ya lo dijo la numeróloga.  Este año es el indicado para soltar todo lo que no es útil y renacer ante un proceso perfectamente bien elegido», parafraseó para sí misma  la noche antes del viaje.

 

Listos y motivados ya en esa mañana, el trayecto a la playa fue como lo  habían planeado. Desayunaron, a la mitad del camino,  fruta, jugos y los deliciosos sándwiches que había preparado la hermana menor. El clima invernal en esa zona del país era tan apetecible… ni frío ni calor. «¡Cero grados!», comentó con su familia y todos rieron al unísono. Esa era una frase que  ella había escuchado como una broma sobre los gallegos en un viaje que había hecho por España varios años atrás.

 

Con ese ánimo, retomaron el  resto del camino.

 

Una vez sorteados todos los protocolos del hotel, se dispusieron a cambiarse para ir a la playa. Ella quedó en ir a hacer reservaciones a los restaurantes para la comida y la cena. A la hora de solicitar la mesa, se percató de que era necesario pedir espacio con un integrante menos. Sí, su pareja no estaba incluida en las comidas, así como tampoco lo había incluido en el viaje. Eso era parte de la novedad.

 

Tras unas horas de lectura agradable, tumbada en un camastro frente a la playa,  sintió en su estómago el llamado para la búsqueda de alimentos. Se dispuso a buscar  a su familia que para ese momento,  se divertía en la alberca jugando y disfrutando del sol.

 

Durante la comida, era evidente que nadie quería tocar el tema sobre el miembro que faltaba en el grupo. Solo el título del libro que ella dejó en la mesa dio pie a la conversación. 

—Cuando pasan estas cosas, uno siente que es el único ser humano que sufre. – le comentó su padre, acercándose a ella para abrazarla y darle un beso en la frente.

Ella sonrió discretamente y, con toda la paz que logró sacar de su corazón, mente y estómago, le dijo a su padre.

—Sé que su ausencia no solo me afecta a mí: para todos es un gran reto aprender a  vivir sin él.

Pasó el resto de la tarde mirando el mar; el atardecer le mostró los mejores colores. Las nubes ralas y el viento hicieron un destello de marrones, rosas, violetas, azules y blancos desplegando su inmensa belleza.

 

Así cada día fue dibujando con tranquilidad un espacio nuevo,  disfrutando del paseo en bicicleta por las mañanas y del recorrido de la playa por las tardes. El sol fue cambiando el tono de su piel y entendió que ese simple proceso  también estaba cambiando su ser interior.

 

Una decisión final la preparó para el futuro.

Días más tarde, cuando todos estuvieron dentro del coche y listos para salir de regreso a la ciudad, les dijo con el tono determinante que le conocían: «Compraré una casa frente al mar».