Interrogado
Carlos DK
El sonido de los pasos sobre la piedra fría, se mezclaba con las gotas que se filtraban desde el techo contra el suelo. Abrió la puerta. El olor a carne chamuscada se mezcló con el de la madera podrida de las puertas que llevaban años intentando contener los gritos de dolor que tras ellas se sucedían. Al entrar, el verdugo retiró las pinzas aún incandescentes y la carne dejó de crepitar. Aún no se acostumbraba a ese olor que le revolvía el estómago, pero no había otra manera. Su deber era el de salvar las almas de aquellos que sabidos inocentes, se dejaron engañar por el diablo, aunque para ello tuviera que sacrificar el cuerpo y así glorificar su alma.
Hizo una señal para que le echaran agua al pobre infeliz. Apenas le hizo efecto, eran ya varios días de tortura y apenas si habían conseguido su nombre. Por lo que le habían contado, el mal nacido parecía estar en paz mientras fue llevado a rastras hasta el purgatorio. Aguantar más de tres días de torturas, deja más que claro que la acusación de tratar con el diablo era bastante probable, pero su deber no era pensar en lo que es bastante probable, su deber es conseguir salvar su alma y limpiar de impíos para la Santa Providencia. Por eso estaba allí, por eso lo habían llamado a él.
Se acercó a Marco que temblaba de forma espasmódica y arritmica, solo quería ver si podría aguantar algunas horas más o debía de cambiar el modo de realizar su santo trabajo.
Lo observó pensativo, dejó unos segundos para que el hereje se recuperara y volviera a tomar conciencia de la situación. Aunque para alguien poco curtido en estas artes le podría parecer que caería pronto, sabía que sin hacer nada más y manteniéndolo con agua, aún podría vivir algunos días más. En el caso de forzar el interrogatorio, no viviría otro día completo. La sangre tiene un límite en el cuerpo y su piel ya estaba bastante pálida.
Salió de sus divagaciones para centrarse en lo que había ido a hacer. Debía de recuperar un libro prohibido, un libro escrito en lengua vulgar y no en latín. Un libro, que al parecer había sido copiado por el reo y no solo estaba él involucrado, alguien debió de hacerle el encargo.
—Buenas tardes hermano, soy Piero Albino. Me han enviado para poder ayudarle a terminar con este sufrimiento y salvar su alma.
El reo callaba y Piero apremió al verdugo para que le sujetara la cabeza para que lo mirara de frente, para que pudiera ver la Santa Cruz en el pecho, la cruz del redentor, el que le ayudaba en su tarea para limpiar de impuros la tierra.
—Un libro que no ha de ser leído, aún menos debe de ser copiado. —continuó Piero— Cualquier libro que pertenezca a la lista de los libros vetados por el Santo Oficio debe de ser eliminado inmediatamente. Sin embargo, hermano, parece que aún dedicando más de media vida a nuestro Señor y ser uno de los mejores escribanos de tu abadía, no solo te han acusado de guardar una obra del diablo, sino que te dedicaste a reproducirlo. ¿Tienes algo que decir frente a esta acusación?
El impuro intentó abrir los ojos, no le resultó fácil, uno de ellos lo tenía hinchado por los múltiples golpes y a duras penas si veía algo a través de él, al otro, se le había formado tal costra de pus y sangre seca que le resultaba imposible abrirlo. Piero se acercó un poco más.
—Dime un nombre ¿Quién te lo hizo llegar?— Continuó Piero con cierto tono paternal.
El reo parecía buscar su voz desde su garganta dolorida, entre sus dientes partidos, entre sus labios hinchados.
—¿Intentas decirme algo, hermano?— Insistió Piero acercando su oído a los labios del infeliz.
En ese momento, como si Marco lo hubiera estado esperando todo este tiempo, con la boca llena de la inmundicia de días, escupió a Piero en la cara y un momento antes de fundirse con Dios consiguió susurrar:
—Perdónalos Señor, por que no saben lo que hacen.