Fuego

Edu García

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Sus ojos, sus labios y su piel son como el cielo pero, si hay algo en ella que demuestra lo contrario, es su pelo. Su pelo, como ella, es fuego. Fuego que te envenena, fuego que te enloquece, fuego que te abrasa, fuego que te mata. Así es ella.

Esta vez el divorcio será incondicional. Así lo reflejan las cláusulas del nuevo contrato escritas por el nuevo abogado. Estas me dan derecho a recuperar aquello que en su día fue mío, alejando esa lagarta de la fortuna familiar.

Subo las escaleras. El ruido que se oía desde el piso de abajo me anuncia lo que me voy a encontrar al abrir la puerta. Dos cuerpos sudorosos, los dos en forma. Ella ruge de placer. Él la embiste con fuerza. Se lo pasan bien. Se nota que es el amante. Le pone mucho empeño. No es porque yo sea el marido, pero eso se sabe. Quiere satisfacerla: ella es exigente.

Alejándome del dormitorio, me dirijo al despacho. Están demasiado juguetones como para darse cuenta de mi presencia. Corro la puerta. Un escritorio clásico de roble entallado y ribetes dorados se muestra ante mí. Una cristalera aguarda libros que languidecen en su interior. Un busto de mujer preside la estantería. En la mesa, geométricamente colocados, una lámpara de plata, un pequeño globo terráqueo y dos plumines como alfileres que se inclinan sobre un soporte de estampado arabesco. En la cromatografía, una insignia decora el soporte con el nombre grabado de Carol Wesford. Nunca he entendido esa obsesión con

las apariencias.

Entre uno de sus cajones, encuentro un libro que no me hace falta abrir para saber que en este se encuentran todas las cuentas de sus negocios fraudulentos y todos los chanchullos que hace con los números, varios sobres con dinero y un abrecartas con mango de bronce veneciano. Rojo, como su sangre.

¿Te gusta mirar?

Levanto la cabeza, y veo cómo Carol se anuda el albornoz. Lo hace con tanta ligereza que puedo ver el relieve de sus pechos. A pesar de la bata, sigue desnuda. Se mofa.

—Si necesitas dinero, cógelo.

—Estás en mi casa.

—De momento.

Arrojo los papeles encima de la mesa y le digo que firme.

Carol sonríe, da la vuelta al escritorio y queda frente a mí. Me acaricia la mejilla y se sienta encabezando el escritorio. Lee los papeles y esgrime una mueca.