Fe

Roy Carvajal

2

Era divertido nadar en el Sunaoshi. Antes de las crecidas. Cuando empezó a inundar las calles, la gente ya no volvió a nadar en él sino más bien a caminar con él. La corriente era imparable y muchas personas murieron ahogadas. Sobre todo cientos de niños que no pudieron aferrarse a los brazos de sus padres, pues los piececitos quedaban atrapados entre los escombros y pilotes de las casas. El tsunami golpeó sin misericordia. 

Pudieran si acaso utilizar un bote pesquero o alguna lancha de pasajeros, pero la corriente se lo había llevado todo. La gente se aferró a su suerte. El nivel del agua había bajado dejando ver solo cabezas mojadas caminando día tras día a favor de la corriente. Unos flotaban. Otros nadaban. Tal vez a fuerza de brazo llegarían más rápido a la desembocadura y recuperarían las cosas que el tsunami les arrebató. Las cosas, las pertenencias valiosas, las vidas de sus seres queridos… antes de que el océano las enviara al olvido de sus profundidades.

Un matrimonio avanzaba desesperanzado. Lo había perdido todo, la casa donde manejaban una panadería, su camioneta de entregas, pero al final estaban igual que todos, resignados a que el pasado quedaría atrás. El río desbordado los guiaría hacia el futuro. Incierto, pero el único. Quizá en la desembocadura encontrarían barcos abandonados. Escogerían el mejor. El que menos daños tuviera. El que fuera más grande. Quizá el más lujoso. ¡Un velero! Iniciarían una nueva vida. En vez de panaderos serían guías turísticos. Y en él llevarían a su hijita, rodeando la costa hasta llegar a Okinawa…

Un zapatito rosado de plástico avanzó a favor de la corriente. Se quedaron mirando atónitos. Flotaba diminuto a la altura de sus narices y continuó su trayectoria. La mirada fija de la mujer lo siguió hasta que desapareció en el horizonte fluvial. Detuvo sus pasos aletargados y comenzó a temblar. Su cuerpo dentro del agua estaba tan arrugado y fatigado como si la suerte le hubiese regalado ochenta años. Entró en shock. Sus dientes castañeteaban y volteó la cabeza. Sus ojos se clavaron en el pasado y retrocedieron kilómetros hasta su casa inundada, imaginando los hornos calientes impregnando el aire de shokupan recién horneado.   

Se zambulló. Nadó contra corriente con la poca fuerza que le quedaba. Sus pies lastimados por vidrios de ventanas, fierros, escombros, y astillas ya no eran castigo. Volvería a casa. El hombre solo miró sacando la barbilla del agua. Afianzó los pies sobre el parabrisas quebrado de un auto y sacando su cabeza del agua se mantuvo a flote. Juntó sus manos y oró con la cabeza dispuesta al cielo. Un perro inflado pasó flotando a su lado. Los buitres volaban en círculos bajo las nubes negras. El hombre hundió su cabeza en el agua hedionda a alcantarilla. Y nadó. Contracorriente. Tras su amada esposa.

Miraban la cornisa. Las paredes hinchadas y los pilares de madera podrida. El esposo cuidaba de su esposa. En ese instante empujó la cabeza de su mujer contra el agua y se tapó la nariz. Se sumergieron hasta el fondo. El techo se desplomó sobre ellos. Salvaron su cuello y las narices emergieron a respirar a todo pulmón. Recuperados del susto, se afianzaron a un tronco enorme que asomaba sus ramas sobre el agua. Sus cuerpos empapados se abrazaron. El llanto. De nuevo en casa. Su contento. Solo quedaba a la vista la entrada a medio sumergir. Contemplaban el ofuda agitado por el viento, que aun colgaba de milagro sobre el marco de la puerta. Su amuleto de la suerte. Esta suerte. Adentro yacía su hijita. En su cuna inmersa. Flotando con su vestido de encajes rosado y su piernita atascada en las rejillas de la baranda. 

Ella miró a su esposo. Él la miró resignado. Asintieron con un gesto apacible. Las burbujas salieron de sus narices y el agua turbia acalló poco a poco sus bocas. Sus cuerpos se hundieron por siempre en el Sunaoshi para reunirse con su adorada hijita.