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Experiencias únicas

Rosa Fernández

Hounslow Heath, 25 de agosto de 1919

 

El teniente Bill Lawford levanta el rostro hacia el cielo y permite que la brisa veraniega le despeje la mente. Tiene decidido que hoy no habrá espacio para los recuerdos  que puedan desalentar a un piloto avezado, aquellos que rememoran multitud de horas de insomnio, aterrizajes forzosos, compañeros caídos y misiles que destruyen todo a su paso. Hoy no: hoy es un día de renovación, de cambios. Todos dicen que será una moda y que pasará rápido. Él espera que estén equivocados; aunque, si se lo hubieran dicho hace años, se hubiera reído a carcajadas: usar su bombardero para transportar pasajeros es inaudito. “¡Qué mundo este!”, piensa entre sonrisas el teniente.

Hay que dejar atrás las ensoñaciones: su pasajero se acerca. George Stevenson no es como lo había imaginado: es un hombre entrado en años, vestido con elegancia, enjuto y con un fino bigote, una moda que se impuso (y  parece ser que llegó para quedarse). 

 

George trabaja para el Evening Standard y es el periodista que pagó una fortuna por tener el privilegio de volar hasta París; sabe que merece la pena, aunque un sudor frío, capaz de quitarle brillo a aquel día, le recorre la espalda. Es preciso que todo salga bien para poder justificar ante su jefe semejante despilfarro: 20 guineas, nada menos. Elimina de su mente semejante idea; todo va ir bien, y lo más importante: él tiene la exclusiva. Ya más calmado, saluda al piloto y, entre bromas, el señor Lawford le recuerda las medidas que se deben cumplir durante el viaje. 

 

Una vez tomada la foto de rigor, ya no hay nada que les impida comenzar el viaje. Stevenson está nervioso; por lo que le tiemblan las manos, casi pide ayuda para colocarse los cintos de seguridad. Pero ya no hay marcha atrás: ahora solo queda disfrutar. 

 

El biplaza se desliza por la pista durante unos segundos, coge velocidad y, sin previo aviso, se despega del suelo hacia el cielo. Stevenson no lo puede evitar, y cierra los ojos debido al susto de ya no estar pegados a la tierra; después de unas recriminaciones hacia sí mismo, se promete estar atento. Es preciso que tome nota de todo lo que suceda de ahora en adelante, para así escribir la noticia de su vida. “Seré la envidia de mis pares”, piensa.

 

Cada vez el biplaza está a más altura. Llevan casi dos horas de vuelo, y el periodista le pasa un papelito al piloto preguntándole por la altitud: “Tres mil metros”, le contesta. No hay forma de comunicarse de otro modo: el ruido insufrible de las hélices lo hace imposible. Stevenson comienza a sentir un tedioso dolor de cabeza, agravado por el penetrante olor de la gasolina, que lo inunda todo. Se niega a que aquel percance le estropee su proeza; pero cada vez es más difícil mantener la entereza y concentrarse con tanto vaivén. Por otro lado, el humo de los motores le dificulta la visión más allá de unos metros. Tampoco es que le pusiera mucho empeño; todos sus esfuerzos están enfocados en controlar su estómago y evitar el bochorno de expulsar el desayuno allí mismo.

 

Por fin, su suplicio está a punto de acabar. El teniente le anuncia que se prepare para el aterrizaje. Lo único que puede hacer George es dar las gracias de que ese tormento acabe pronto, y agarrarse fuerte. “Una pequeña fortuna para semejante tormento”, reflexiona. Ahora mismo tiene severas dudas de que compense.

 

Ya en tierra, necesita ayuda para bajarse de aquella máquina de tortura. Multitud de periodistas y fotógrafos se apiñan a su alrededor y lo acosan a preguntas, deseosos de que les hable de su experiencia de cruzar el océano volando; él tan solo puede pensar que, en unas horas, deberá montarse de nuevo en aquel artefacto para volver a su casa después de un almuerzo ligero en el aeropuerto. Nada más pensar en comida, su estómago se rebela, y expulsa lo que llevaba, por supuesto, delante de los ya mencionados periodistas. Un “¡Oh Dios mío, disculpen!” fueron, para su desgracia, las primeras palabras que pronunció ante la prensa francesa.



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