Ese dos de abril

Gonzalo Tessainer

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En su interior había un árbol. Su semilla comenzó a crecer gracias al agua que contenía la regadera de un jardinero que, echando unas gotas de paciencia, hizo que las raíces se agarraran con firmeza al suelo fértil de un corazón infantil. El árbol fue creciendo y, durante sus primeros años de existencia, unas flores de almendro florecieron en sus ramas. Pero, cuando el corazón de ese niño creció, la mayoría de los pétalos de esas flores cayeron en un pozo diseñado por la prudencia, construido por el miedo y llenado con gotas de represión. En los años en los que la niñez se aleja y la madurez entra a trompicones en la vida, el árbol dejó de crecer, el tronco se hizo hueco y las flores no volvieron a aparecer. En esos años, el agua que nutría el suelo de ese corazón fue sustituido por otro líquido. Un líquido que calmaba el alma. Un líquido con el que la valentía ganaba el pulso a la timidez. Un líquido que era aliado de la espontaneidad forzada. Un líquido con un componente cuya hache intercalada daba voz al silencio y al vacío que dejaba en la mente su exceso de consumo. Un líquido cuya sustancia ansiolítica se llama alcohol.  

 Con el tronco de su árbol interior a punto de pudrirse y con escasas flores sobre sus ramas, una noche, Víctor entró en su habitación y acarició unas latas de cerveza que tenía escondidas en uno de los cajones de su escritorio. Ocultándose de ojos inquisidores cargados de prejuicios, bebió el contenido, sin importarle que ese hecho hiciera que la muerte de su árbol fuera inminente. Su sed se calmó, al igual que su ansiedad, pero su autoestima le advirtió que su vida giraba cada vez más alrededor del líquido que aquellos objetos cilíndricos contenían; un veneno espumoso que era consumido con la rapidez de una persona que quería olvidar y deseaba dejar de formar parte de un bodegón en el que su presencia desentonaba.  

 En su amanecer del siguiente día, caracterizado por la sequedad de su garganta y por una camiseta empapada de un sudor lleno de momentos imposibles de recordar, Víctor se despertó en su cama con la compañía de la culpabilidad, una invitada que le era familiar desde hacía unos años. Se miró a un espejo que cada vez le mostraba una imagen más distorsionada de sí mismo. Clavó sus ojos en su rostro y, sin ser consciente del dolor que había causado en su alma la caída de la última flor en ese pozo cada vez más profundo, salió de su casa. Una vez en el supermercado, la cajera que solía cobrarle le saludó con una mirada inquisidora. Víctor no podía soportar el juicio moral al que su persona se veía sometida por aquella mujer cada vez que iba a comprar. «¿Qué estará pensando?» «¿Sabrá que tengo un problema?» «¡Seguro que cree que soy un perdedor!» «¡Por favor, que deje de mirarme de esa manera» acompañó una voz interna al joven hasta el pasillo de las bebidas. Durante unos minutos, se paró en frente de unos estantes cuyas latas estaban perfectamente colocadas, cogió una y fue a pagarla.

    —¡Buenos días! —saludó la cajera con sorpresa al ver la escasa cantidad de bebida que iba a adquirir—. ¿Quiere bolsa? 

    —¡No hace falta! —respondió Víctor dejando una moneda sobre una superficie metálica—. ¡Que tenga un buen día!

    —¡Espere! ¡Se deja su compra!

    —¿Sabe? Esta cerveza es para usted. Hoy celebro el comienzo de una nueva vida. ¡Espero que la disfrute a mi salud y brinde con esta!

Desde aquel día, dos de abril, ya han pasado más de catorce años y en el interior de aquel joven ya no hay signos del viejo árbol. Ese dos de abril, un magnolio fue sembrado en su corazón y creció gracias a los cuidados del mejor jardinero que pudo encontrar: él mismo. Ese dos de abril, gotas de agua mezcladas con esencia de esperanza e ilusión humedecieron las raíces de ese nuevo árbol. Ese dos de abril, un nuevo capítulo comenzó a escribirse con tinta permanente. Ese dos de abril, Víctor decidió que su nombre se hiciera compuesto al añadirle Victoria