El templo de los filisteos

Uriel Arechiga

Me parece muy curioso cómo las personas, en nuestro afán de hacernos de una identidad, tomamos poses difíciles de sostener. La imperante necesidad de distinguirnos y de ser reconocidos es un signo de estos tiempos en los que, para la sociedad, solo somos uno más del montón, y estamos dispuestos a hacer cosas que rayan en lo ridículo para lograrlo.

Eso estaba pensando hace un rato en el baño donde, aunque no nos guste reconocerlo, se dan estos espacios de reflexión, inclusive epifanías. Prefiero ir en la empresa, porque me gusta imaginar que me están pagando por hacer el dos, pero no hay mucha privacidad. En un par de cubículos más allá del que estaba ocupando, un colega se sentó, y comenzó a pujar con una fuerza desmedida que solo se puede comparar con la de Hulk o con la de Sansón al derrumbar las columnas del templo de los filisteos.

Mientras me lavaba las manos, vi reflejadas en el espejo, por lo bajo de la puerta, unas botas norteñas de piel de víbora pertenecientes al susodicho.  Consideré que tenía dos opciones: esperar a que esa fábrica de hemorroides caminante saliera del baño para tener una charla sincera con él y venderle los beneficios de una dieta alta en fibra, o respetar su anonimato. Opté por lo segundo porque, en una situación tan embarazosa, me gustaría lo mismo.

De regreso a mi oficina, me crucé en el camino con tres compañeras justo cuando una de ellas, Mistifix, decía que le gustaban los hombres “fuertes y varoniles”.  Se callaron, pero yo volteé los ojos hasta ponerlos en blanco para que supieran que sí las había escuchado y dejar a su imaginación lo que opinaba al respecto. Todos reímos (ellas con un poco más de vergüenza que diversión).

El nombre real de Mistifix es Teresa, pero se enoja si la llamas diferente. Es fan del K-pop y el animé. Dice que no es “Otaku” pero, vistiendo ropa de oficina, se le ve más incómoda que un perro en columpio. Se presenta como mujer independiente, empoderada, y ahora sabemos su tipo de hombre, lo cual, sumado, es, por decir lo menos, un maridaje extraño.

Dos juntas de trabajo después, fui a por agua, y en el dispensador estaba el dueño de las botas de víbora; me recriminé por no haber deducido que se trataba de el Bronco Cudberto, un auténtico bato de la laguna que se había movido a las oficinas de la ciudad de México por un ascenso.  Siempre usa camisa de cuadros y pantalones muy ajustados.  Es de hablar recio y todo mundo aprecia su franqueza aunque, al parecer, su cosmovisión la obtuvo de un librito de catecismo católico.

Lo saludé, y me respondió sin mirarme. Su atención estaba con Mistifix, que todavía seguía platicando con sus amigas en el pasillo. Lo vi, la vi, y le pregunté si le gustaba. Se sonrojó y me respondió, con voz mucho más alta de lo normal, de dónde había sacado eso.  Las compañeras voltearon a vernos y rieron de nuevo. Mistifix retuvo un segundo de más la mirada en el Bronco mientras abanicaba sus largas pestañas.

Era obvio que se gustaban, aunque el Bronco tenía muchas reservas porque, a su saber, las mujeres deben ser tímidas, recatadas y, de preferencia, estar guardadas en su casa.

Yo no soy quién para juzgar su ideología, pero le pregunté si podíamos acordar que, cuando de amor se trata, este puede brotar en las circunstancias más extrañas y de quien menos se espera.

Estuvo de acuerdo aunque, ya en confianza, me dijo que por él sí, pero Mistifix jamás le iba a hacer caso, porque él no era tan sofisticado como para ella. Mi sentir era que ya habíamos alcanzado en esos breves momentos el nivel de camadería y complicidad que se da entre viejos conocidos, por lo que le dije que, si se esforzara la mitad de lo que lo hacía en el baño, seguro que se ligaba a la chica. Me miró con tal cara de estupefacción que fui entonces yo quien se rio a carcajadas.