El huésped inesperado
Carmen Sánchez
Al abrir la puerta, fue lo primero que vi. No reparé en la capa de polvo acumulada tras el invierno, ni en el frío glacial a pesar de las templadas temperaturas primaverales. Tampoco percibí el olor a humedad, a ropas viejas, a naftalina que escapaba de los baúles. No vi a los fantasmas deambulando por los cuartos, ni a mis ancestros colgados en las paredes saludándome un año más.
Solo la vi a ella, inmensa, poderosa, mirándome desafiante con ojos vidriosos.
MI corazón dejó de latir por un instante; después cabalgó alocado empujando mi pecho, tratando de huir. Mi cuerpo no podía moverse, aunque el cerebro no dejaba de dar órdenes para escapar de allí. Creo que solo mi alma se alejó porque de pronto sentí un vacío inmenso mientras el suelo se convertía en gelatina y las paredes se iban alejando, hasta que todo desapareció.
Solo quedamos nosotras.
Ella, mirándome desafiante; yo, gritando sin emitir sonido alguno.
Alrededor, solo negra oscuridad.
MI alma regresó al cabo de unos minutos; por algo estamos irremediablemente unidas. Sentí que se acomodaba en mi cuerpo y me reconfortó lo suficiente para que una pequeña idea fluyera en mi cerebro: “La mataré”.
A pesar de mi contumaz desidia, de vez en cuando hago algo útil, como dejar siempre un insecticida sobre el taquillón de la entrada. Alargué mi mano, que ya empezaba a obedecer, tomé el frasco con sumo cuidado y, sin dejar de mirarla, la pulvericé sin compasión, hasta que mi mano se humedeció y el dedo empezó a doler por la presión titánica que ejercía sobre el espray.
Una nube espesa de gas cegó mi vista. “¿Dónde está?”, me pregunté aterrorizada. Sentí un repulsivo cosquilleo sobre mis piernas, mis brazos, mi espalda. Caminaba sobre mí con sus largas y peludas patas mientras sus ojos se clavaban en mi nuca dispuesta a clavar su horripilante tentáculo. Salté sin consuelo emitiendo pequeños grititos (me negaba a dejarme ver así por mis vecinos y esperaba no ser oída), llorando a moco tendido y golpeándome por todo el cuerpo para sacarme de encima a la inmunda bestia.
La nube de gas desapareció al fin, y pude verla; seguía en el mismo lugar. No se había movido ni un milímetro y mantenía su firme mirada. Pero ahora pude ver con claridad que estaba muerta, y posiblemente desde hacía tiempo. Esta certeza me calmó, y me propuse firmemente no dejarme llevar nunca más por el pánico.
Ya compuesta y digna, tiré un papel sobre ella y, con la ayuda de la escoba y el cogedor, la tiré a la basura sin ceremonia alguna. Sonreí agradecida de que ningún testigo hubiera presenciado tan ridícula escena y dispuse mis cosas para pasar unos apacibles días de descanso en mi segunda vivienda. Aunque no logré borrar completamente su cristalina y amenazante mirada de mi mente, pasé una agradable tarde revisando la casa y sus recuerdos, asegurándome de que todos seguían intactos, hasta que a mi tonta y desobediente mente se le ocurrió la espeluznante idea de que quizás hubiese más en la casa, muchas más, y vivas, y todas ellas recorrerían mi cuerpo inerte durante la noche, inyectándome su fatal veneno.