El centenario
LEMO
—La verdad es que, con los años que tenía y todo lo que ha realizado en su vida, no podemos decir que se haya aburrido el abuelito.
—¡Chsss! Calla, boba, a ver si te van a oír.
—¡Joder! Pues que me oigan; espera a que entremos y cuente lo que vi.
—¡Ni se te ocurra!, te tratarán de loca, y perderás tu trabajo.
En el viejo cottage de la aldea de Ashbourne, se estaba realizando, como era costumbre después de una defunción, un velatorio en honor a un centenario. Encontraron su cuerpo en el cuarto de la residencia (desnudo y con esposas, atado a la cama). Las más cotillas del lugar aseguraban que el susodicho había perdido la cabeza y que le gustaba pasearse desnudo delante de su ventana a la hora del crepúsculo.
Otros decían que lo habían envenenado porque siempre ganaba al bridge. La noche anterior a su fallecimiento, había tenido una buena riña con otro residente: lo acusaba de haber hecho trampas. Pero lo que nadie se esperaba era que la realidad fuese otra. Los hijos, en edad de llevar dentadura postiza, daban la bienvenida a su hogar y recibían los pésames con aires compungidos.
En el pueblo hacían cada año apuestas para ver quién iba a estirar la pata antes: ¿los hijos o el padre? Nadie daba un duro por ellos. El anciano iba todos los días a las seis de mañana a correr (con la cachava), pero corría. A sus ciento diez años, había salido varias veces en el diario. Cuando le preguntaban cuál era su secreto, se negaba a develarlo.
El inspector llegó al velatorio; a su alrededor, los participantes poseían un cierto parecido. No sabía si era debido a sus vestimentas invernales o a su aire familiar (pálidos, larguiruchos, rubios y con ojos claros). Se acercó un instante al ataúd; hacía muchísimos años que no lo veía. La última vez había sido en la farmacia (de su abrigo, sobresalía una caja de preservativos). En aquel entonces, pensó que era sumamente extraño ver a un hombre de su edad con condones y, recordando la escena, sonrió.
Los empleados del catering empezaron a servir todo tipo de canapés acompañados de cerveza y de whisky. Los decibeles aumentaban mientras las botellas se vaciaban, a tal punto que pasó de parecer el velatorio más siniestro a la sala del Moulin Rouge en París.
—¡Tengo que hablar con el inspector, pero ya!
—Calla, boba, te van a ver y…
—¡No! ¡Le voy a hablar ahora!, mira cómo están todos borrachos; no se darán cuenta.
—¡Psst! Inspector, ¿podemos hablar a solas?
—¡Dígame!
—Trabajo desde hace veinte años en la residencia en la que encontraron al centenario desnudo. Nadie me ha preguntado lo que vi… pero ¿esto queda en el anonimato, verdad?
—Claro, mujer.
—Una hora antes de que encontraran el cuerpo sin vida del anciano, llamé a la puerta porque era la hora de la merienda; no fui para cotillear ¡eh! No soy de esas, ¡que conste!
—Siga, siga.
—Cuando abrí la puerta, ¡de verdad que no lo sabía!, pues vi al difunto, que estaba vivito y coleando, con la… directora de la residencia.
—Vale, ¿y?
—Ya sabe… haciendo… ella le estaba montando y gritaba: “¡Yija! ¡Yija!”. Llevaba un sombrero de cowboy, y todo. Y cerré la puerta sin que me vieran.
—Muchas gracias por la información; la interrogaré después del entierro. —El inspector, a duras penas, contenía sus ganas de reír.
Los presentes empezaron a cantar viejas canciones; cuando uno de ellos se puso de pies encima de la silla:
—¡Tengo que haceerrr un brindisss! Levanten los vasos. ¡Por mi padre!
Los borregos del lugar replicaron al unísono: “Por mi padre”.
—Querrán decir: “Por vuestro padre” —corrigió la hija.
—No, nooo, por mi padree, yo sssoy el hijoo secretoo que tuvo con mi maadre, la farmacéutiica.
—¡También es mi padre! Me tuvo con mi madre, la panadera.
—Y con mi madre, la cocinera del colegio.
A la hija legal del centenario le dio un soponcio, y se cayó de la silla.
Vaya jaleo se formó… unos abanicaban a la desmayada; otros se abrazaban al saber que todos eran hermanos…
La causa de la muerte: ataque al corazón en pleno acto sexual, y el secreto de su longevidad: ser sexualmente activo.