Dioses olvidados
Rosa Fernández
Es imperceptible para los que moran en esta, pero… la isla tiembla, se mueve con impaciencia. No está acostumbrada a estas turbaciones que le desordenan sus ciclos. La tierra se queja por lo que sucede en su interior.
El Echeyde se alza majestuoso, como rey absoluto en el centro de la isla. Un coloso de altura incomparable, formado por piedras, roca, arena. No importa hacia dónde camines: él te estará observando, y tú siempre sabrás de él con su constante visibilidad; todo, excepto su cumbre, resguardada por las tenaces nubes y por la nieve perpetua. Es también quien protege el más peligroso de los secretos en este remoto lugar.
Por los pasadizos y túneles —que seccionan la montaña—, transita impaciente Guayota. Nunca se para: siempre está en movimiento. Su cautiverio ha sumado cientos de décadas: una eternidad para los humanos, un mísero espacio de tiempo para un ser atado a una esencia perdurable. No tiene en qué entretenerse y rememora a cada instante su última batalla; fue trágica, vergonzosa. Un enfrentamiento despiadado entre dos fuerzas desiguales. Le pudo la soberbia por creerse invencible. Achamán —el dios supremo— lo doblegó y, sin remordimiento alguno, dictó su condena: la oscuridad. En la oscuridad se queda. Desde entonces deambula por el Echeyde, aunque un murmullo persistente le asegura que ese tiempo se agota. También se lo dicen sus entrañas que arden, con el único deseo de extenderse. Tal vez sea esta la hora favorable para acercarse a la puerta de salida y ver el mundo, más allá de su morada.
Afuera, al otro lado, proliferan los humanos; ya todos se han olvidado de sus poderosos dioses, tan temidos hace tiempo. Nadie recuerda a Guayota y su destrucción. Tan solo un anciano, Airam —guardián de leyendas antiguas—, avisa a sus congéneres del peligro que los acecha; a todos los previene y los incita a prepararse porque algo está por ocurrir. Nadie escucha sus palabras, como si de un loco se tratara.
El aguante de Guayota se ha extinguido, no así las llamas que en su interior borbotean. Decide acercarse al tapón de nieve con el que, a través de su magia, Achamán limitó su posibilidad de moverse. La energía de Guayota ahora es increíble, poderosa, y logra derretir la nieve que le ha mantenido preso demasiado tiempo. Un grito de pura alegría se escapa hacia el exterior, junto con la lava y gases que siempre le acompañan. Vierte su fuego sobre la faz de la tierra, arrasa con todo lo que interfiere en su camino, cuesta abajo; el cielo se oscurece por el humo y por la ceniza, que se hacen dueños del entorno sin consideración ninguna. Guayota es imparable.
Existe cierto miedo ancestral que se arraiga en las entrañas de los seres mortales y ahora les grita que sus vidas corren peligro. Muchos de ellos perecen entre las cenizas y el fuego. Ese es el precio que deben pagar por habernos olvidado.
Los humanos son efímeros, egoístas en sus pensamientos: solo existe el ahora, solo existen ellos. No son como la tierra, que es atemporal y paciente; agradecida, disfrutará, en un futuro prometedor, de los obsequios ofrecidos por Guayota: la tierra firme, que ampliará sus fronteras sobre la que asentará nueva vida, los nutrientes depositados sobre campos aún más fértiles. He ahí el ciclo de la vida, el mundo en su constante cambio y continua transformación.
Guayota ha cumplido la misión para la que fue creado. Está cansado, sin fuerzas ni fuego que lo impulsen a continuar en su avance. Ya ha alcanzado el mar: es más que suficiente; su labor ha sido realizada con éxito, y el orgullo lo incita a regodearse en su obra. Pero ya es hora de retornar al Echeyde. Debe coger fuerzas para esas otras expediciones que están por llegar.
Alea jacta est